Marcano
Foto Andrés Kerese

Por Mariela Díaz

Oscar Marcano (La Guaira, Venezuela, 1958) es periodista, editor y autor de la novela Puntos de sutura (Seix Barral, 2007) además de otros títulos como Inecuaciones, Sonata para una avestruz, Cuartel de invierno y Solo quiero que amanezca. A finales de 2020, publicó Los inmateriales (Pre-textos), que salió a la venta en los primeros meses de 2021.

Las respuestas de Marcano llegaron puntuales por email para hablar de su nueva novela; entrelíneas subyace su sentido del humor, su agudeza y sus reflexiones que, sin duda, son el ingrediente esencial de una conversación animada y nutritiva.

En esta novela de 500 páginas que es Los inmateriales toma vida –entre muchos otros personajes- Raimundo Lucio, el joven estudiante de arquitectura que, después de diversas desilusiones, recala en París donde decide detener su periplo de mochilero por Europa.

Raimundo es un personaje delicioso. Un dilettante que se planta frente a esa realidad desconocida pero inquietante y atrayente, que él no podrá, aunque quiera, desviar de sus circunstancias.

No en balde cuando se leen las críticas de los especialistas, se topa la lectora con la palabra flâneur, y es eso. La lectora deviene flâneur intentando seguir las pistas de este arquitecto in progress que hace de París su mapa anímico, amoroso y circunstancial.

La búsqueda aparentemente díscola y sinsentido de Raimundo se va configurando como la ruta de tránsito que es su vida, y que de forma sabia e incierta va tomando forma a medida que él avanza. «Todo joven, en realidad todo ser humano –acota Marcano-, experimenta un viaje iniciático. Que no se dé cuenta es otra cosa. Que se le presente y no lo advierta es otro problema. Pero el viaje puede ser incluso ‘alrededor de mi habitación’, como acuñara Xavier de Maistre en el libro homónimo. Para vivirlo no se requiere de un pasaje con o sin retorno en una línea aérea, un bus o a pie. No se necesita París, como fue el caso de Raimundo, el protagonista. El viaje puede ser incluso sobre tu propio eje. La maravilla está en que le apuestes y descubras el mensaje que tiene para ti».

-Al leer Los inmateriales se constata que algunas vivencias del personaje principal, Raimundo Lucio, están inspiradas en la vida del autor, como por ejemplo el fracaso en la poesía, que lleva a ese personaje a una especie de parálisis escritural. En la página 226 se lee: «Si había perdido la poesía, la realidad parecía acercarme a otra cosa». ¿Está de acuerdo con que sus propias vivencias de iniciación como escritor permean al personaje principal de Los inmateriales?

-Más que el tema de la autoficción que acuñó Doubrovsky en el 77, lo que priva estructuralmente en historias y personajes es la necesidad, la urgencia de nudos: puntos de conflicto que generen tensión en el relato, den humanidad a los personajes y obliguen a desenlaces. En el diseño del protagonista era necesario, como punto de partida, el historial de un no invicto. Alguien que viniera de una pérdida, de una capitulación. A la usanza de esos personajes del noir que, sobreviviendo a un drama primario esencial, se convierten en grandes fixers de casos. Me pareció ideal que, para un estudiante de arquitectura que iba a terminar como narrador, ser un desertor de la poesía le venía al pelo. Los que no tenemos mucha imaginación estamos obligados a estar alertas y a hacer castings de historias. Salir todos los días cuaderno en mano y llevar la «lista de mercado», ante lo que escuchamos o presenciamos. Cualquiera de esas notas puede constituirse a la larga en pieza del rompecabezas. Incluso en piedra angular de una novela. Que la vivencia venga del propio escritor, de un allegado o de un tercero termina siendo irrelevante para la novela. Lo vital es lo que se edifica.

-El olfato es una especie de sexto sentido con una gran presencia dentro de la narración de Los inmateriales. La escena que se narra en la página 179, cuando Raimundo Lucio se deleita con los pies de Tristia, revela cómo ese sentido era brújula anímica para este personaje. ¿Por qué poner el énfasis en este sentido como guía de descubrimiento y no en cualquier otro? 

-El olfato me ha maravillado siempre. En principio, por estar asociado al peligro, a la sobrevivencia, las decisiones clave, las situaciones límite. Nuestra especie, al hacerse bípeda, apartó la nariz del suelo y dejó de emplearlo como herramienta esencial para los alertas. Es el sentido que más hemos perdido si nos comparamos con el resto de los mamíferos. Al igual que el gusto, es considerado un sentido químico. Pero el olfato funciona a distancias mayores. Envía mensajes directamente al sistema límbico, el centro más primitivo del cerebro, donde se estimulan las emociones y se activan memorias, y a los centros «avanzados» de la neocorteza, donde se modifican los pensamientos conscientes. Eso sin mencionar su señorío sensual. Es muy difícil que alguien caiga rendido ante alguien si de algún modo no le cautiva el olor de su piel. Las feromonas, aunque no huelan, se detectan por la nariz. Por otra parte, basta con pensar en el hechizo milenario del perfume. Con este, algo dentro de nosotros sonríe. Por eso me dio tanto gusto ahondar en esa bondad de Raimundo. En su fetichismo por los pies femeninos. En el recuerdo del Je reviens de su madre, que sí, era el perfume que usaba la mía.

-En una entrevista con la periodista Karina Sainz Borgo, al delinear los rasgos del personaje principal se entiende que una de las tareas vitales que tiene por delante es la de madurar y «madurar es también adquirir algunas certezas estéticas». Considero que la presencia del jazz es una de esas certezas, que marca un ritmo narrativo en Los inmateriales. ¿Está usted de acuerdo con esta afirmación? 

-Sin duda. Y es que el jazz abre otro tipo de puerta. Otro tipo de percepción. Es un registro que te da la comodidad de usarlo en correlato, acentuando una emoción o hablándote en background. Es un poco como el elemento fantástico que tangencialmente acomete la realidad y te brinda otro referente y te ilumina. En el caso del jazz, a veces con su oscuridad. Eso sin contar el hecho de estar asociado a la libertad. Basta escuchar una sola jam session. En Los inmateriales me refiero a varios genios del género, el único género, por cierto, nativo de los Estados Unidos. Pero me focalizo en Chet Baker, que para mí es la sonoridad de la hondura. De las profundidades. Apartando su desastrosa vida, consiguió un sonido, un estilo, que a muchos les costaba relacionar con su manera de ser. Pero lo hizo. Para muestra, la mejor versión de «Bye Bye Black Bird».

-El crítico literario Miguel Gomes expresó sobre Los inmateriales: «Sabiamente, el novelista no ata los cabos y deja los detalles a nuestra imaginación, incitándonos a un tipo de lectura participativa similar a la esbozada en Rayuela y otros textos de Cortázar». ¿Es el lector participativo el lector ideal para Oscar Marcano? Igualmente, Los inmateriales es una novela que exige un lector atento y tan flâneur como Raimundo Lucio, ¿de alguna forma como escritor usted está modelando a su lector ideal, dialogante con el texto?

-La Comunicación Social me inoculó la importancia de las audiencias. Recuerdo que cuando estudiaba, había una suerte de utopía en la academia, probablemente por efecto de la Escuela de Frankfurt. Era la urgencia de convertir al receptor en emisor a través del llamado feedback. Si no se producía la respuesta del receptor, se daba un proceso unilateral de transmisión de información, de contenidos, mas no se consideraba que había verdadera comunicación, decían. El quid estaba en que el emisor y receptor, a sus ojos, debían intercambiar roles para que se cumpliera el paradigma. A la usanza del diálogo en la comunicación horizontal. El objetivo era muy altruista, claro, pero materialmente imposible de objetivar a través de los medios masivos: la radio, la televisión, el cine. ¿Cómo lograr que en un prime time por ejemplo, cinco, seis millones de personas codificaran una respuesta frente al cúmulo de mensajes emitido en el mismo proceso? Para ello se requería una tecnología de la que aún el hombre no dispone. Una tecnología que involucra, entre otras cosas, la telepatía, la transmisión de pensamiento. A lo más que podíamos aspirar era a una apurada encuesta. Pero eso tenía un costo y unos tiempos que la posdataban del proceso mismo de la comunicación. En fin, esos eran nuestros parámetros. Con ellos crecimos. Y estos me dejaron la preocupación. Luego, para la labor literaria, al meterle cabeza al modelo de los trágicos en la Atenas de 400 antes de Cristo, entendí que aquellos señores, padres de la cultura occidental, tenían un baremo para medir la capacidad de respuesta de sus audiencias. No era una escala racional como pretendían mis maestros los comunicólogos: era a través de la catarsis. De las emociones. Una catarsis no estadística, pero sí incontrovertible. Para ello diseñaron lo que hoy llamamos estructura narrativa y a ella se refiere Aristóteles. Es lo único que garantiza la participación del lector, espectador, receptor. Y la usa Hollywood, y la usa el streaming. Eso tiene que comprenderlo el escritor avisado: el lector no es un ente pasivo, no es un receptor; el lector ¡coescribe! la obra. Y de esa participación depende su éxito o fracaso. Para que se dé el tan cacareado «pacto ficcional», para que al final del texto, que es un contrato, tengamos la firma del autor y la del lector, hay que privilegiar la participación del segundo. ¿Cómo? Pespunteando. Para que aquel llene con su inteligencia y sensibilidad los espacios «en blanco». Haciendo guiños. Usando los códigos de la contemporaneidad. Y ojo: esto opera también para la crónica, vale decir, para la literatura de no-ficción, por lo que existe también un pacto no-ficcional. El escritor onanista, el que dice «escribir para sí mismo» y que delezna la participación del lector en su obra, que sea coherente y no publique.

Verdaderas batallas

-A pesar de la devastación del país, muchos creadores resisten. Tal como afirmó en una entrevista con Sainz Borgo, «las verdaderas batallas por la libertad se están librando en el ámbito del espíritu». ¿Cómo usted libra esa batalla?

-Es la situación más dura que hemos enfrentado en lo que llevamos de encarnación. Un grupo, probablemente el más oscuro, el peor calificado, confiscó el Estado para sus propios intereses. Acabó con todos los sistemas: alimentario, educativo, de salud, destruyó las pensiones, el transporte e instituyó el hambre, la miseria, la enfermedad, cuando se suponía que era el «hombre nuevo» que había venido a «salvarnos». Una mezcla insuperable de resentimiento, codicia e ignorancia. Al punto de acabar con las fuentes de ingresos del propio país y llevarlo de una de las naciones más ricas a los estándares de Haití. Nos pasó como en ese poema de Montejo que dice: «Yo me quedé vestido de árbol, de pie, soñando en medio del camino, sin ver el hacha debajo de mi sombra». Al punto que nos dividieron y generaron lo que Germaine Tillion llama «enemigos complementarios», y que el filósofo Wolfgang Gil explica tan bien, que es cuando los dos bandos en pugna se niegan mutuamente la humanidad. Eso, palabras más, palabras menos, no puede ser otra cosa sino barbarie. ¿Cómo se resiste? Apelando a la vida. Resguardando nuestra vida interior. Preservando la dignidad. Valorando, documentando, guardando testimonio. Porque la idea es convertirte en zombi. En un zombi agradecido de las migajas que caen de sus mesas. No hay nada que descalabre más el ímpetu inconsciente de una dictadura que el control y adocenamiento del otro, que el resguardo de la dignidad humana. La vida interior, su dinámica y los valores ciudadanos se convierten en un ejercicio disruptivo. Lo vivieron en la Rusia comunista, en la China de Mao, lo vivieron los países de la Europa del este, y Vaclav Havel lo tenía claro cuando hablaba del poder liberador de la palabra verdadera y de la fuerza de toda libre expresión de vida como amenaza política. Para muestra un botón: el 25 de abril en la noche, me llamó Rafael Cadenas. Me dijo que sabía que el 23 de abril pasado se había celebrado el Día de la Lengua Española, y que tenía para Prodavinci una Contestación a manera de posdata. Entonces me la dictó: «De Alphonse Daudet: Cuando un pueblo es hecho esclavo, mientras conserve su lengua, es como si tuviera la llave de su prisión». Responde Rafael: «A pesar de lo mal que anda la nuestra, aún se mantiene, gracias al principal antídoto de que dispone: la lectura».

-Entiendo que uno de sus primeros libros se tituló Inecuaciones (1984), y fue el testimonio de su tránsito por la poesía. Desde esa fecha hasta la publicación de Cuartel de invierno (1994) transcurrió una década. ¿Cómo fue esa transición de una búsqueda infructuosa a la concreción de su propia voz en la narrativa? ¿Qué sucesos se dieron para transitar de un género al otro?

-Ninguna búsqueda es infructuosa. Obedece a un instinto y a un patrón estético personal que se va perfilando a lo largo del camino. Entre esas Inecuaciones de 1984 y Cuartel de invierno, publiqué, en 1988, Sonata para un avestruz, una conversación sobre el arte y la contemporaneidad, con uno de nuestros más grandes compositores de todos los tiempos: Juan Carlos Núñez. Ese libro, para mi sorpresa, ganó el premio de la Asociación de Críticos Musicales. Literalmente: cucaracha en baile de gallinas. Fue un año en el que estuve rodeado de músicos. Conocí a Antonio Estévez, Inocente Carreño, André Poulet, entre otros. Uno puede decir que eso fue una obliteración, cuando menos una distracción del trayecto, un punto de fuga. Pero sin esas vivencias no hubiese llegado a muchas herramientas. Entre ellas la del jazz, que es un correlato en Los inmateriales. Igual que la poesía. La poesía me abrió las puertas del entendimiento y me allanó el camino a la narrativa.

-Usted se formó en Ciencias de la Información mas no ha encarnado el prototipo del periodista que calladamente quiere ser escritor. Justamente en una entrevista con Héctor Torres, le menciona que de niño usted leyó a O. Henry y este «fue un maestro que tuve sin saber cuál iba a ser mi destino». ¿Cómo y cuándo descubrió su destino de escritor?

-Es difícil decirlo. Me recuerdo en bachillerato llenando cuadernos de notas con frases, estrofas, anécdotas. Descubrir a O.Henry en la adolescencia fue para mí importante porque me mostró la estructura viva de las historias. Luego a Miller. La lengua castellana es muy indirecta. Paga demasiado tributo al lenguaje. Genera la costumbre de emborracharse con las propias palabras. Evade las líneas rectas y se regodea. Leer a O.Henry, no sé, ¿a los quince años?, fue para mí el descubrimiento de una cultura. De algo más cercano a mí y a mi tiempo, que involucraba el pragmatismo y la eficacia como valores esenciales en el acto de contar.

¿Qué puede decir de su próximo proyecto literario?

-Como podría sospecharse, después de trece años de silencio debería tener algunas cosas listas. Es así. La siguiente es otra novela que estoy finiquitando. Luego irá al freezer para una lectura final y despiadada, antes de dársela al editor. Se llamará Pulgas amaestradas (si en el camino no me arrepiento del título). La novela está fondeada en la actual realidad venezolana. Tiene un aire «repentista», como suele decirse ahora. Su protagonista es un periodista al que un suceso trágico lo desvía del éxito a su verdadero destino. Aparte tengo un libro de relatos, un poco en el registro de Sólo quiero que amanezca, cuyo título es Morir sin residencia.


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