El estafilococo áureo es una bacteria que habita en la piel y las mucosas de los seres humanos, habitual causante de infecciones en las heridas. Su cultivo en clínica fue una de las labores que Rodrigo García Marina, como estudiante de medicina, desarrolló durante su estancia de becario en Heidelberg. De aquella temporada en la ciudad romántica universitaria por excelencia, da cuenta un libro de poemas, Aureus, cuyo título remite al nombre científico del microbio en cuestión tanto como a la celebración de un momento dorado de juventud plena.

Los poemas de Rodrigo están llenos de referencias a las circunstancias en que fueron escritos, ya no solo a las propias tareas científicas sino a la vida en vilo del estudiante, intensa y libre como amor de verano. Las palabras bullen en estos versos como organismos bajo la lente de un microscopio: poesía y biología producen poesía viva. La lectura de Aureus (Bandaàparte Editores, 2017), ganador del I Premio de Poesía Irreconciliables en el seno del Festival Internacional de Poesía de Málaga, resulta de este modo exultante.

Su punto de entusiasmo y juego conecta la propuesta del autor con la de otros jóvenes poetas de verbo desbordado, como Óscar García Sierra (Houston, yo soy el problema, 2016) y, de manera todavía más destacada, Lola Nieto (Tuscumbia, 2016), Ángela Segovia (La curva se volvió barricada, 2016) y Berta García Faet (Los salmos fosforitos, 2017), con quienes comparte devoción por Paul Celan y César Vallejo. Todos ellos lucen la marca personal de una subversiva ternura terrorista. Se trataría de una nueva vanguardia poética –validada, en el caso de Segovia, con el Premio Nacional de Literatura– que supera la sentimentalidad autocomplaciente con humor dadaísta y que explora las todavía nacientes posibilidades de las políticas de género.

A veces pudiera parecer un simple ejercicio de dedos –Rodrigo García Marina tiene título de intérprete de viola por el Conservatorio Profesional de Gran Canaria– o pura verborrea energizante en la que las palabras no se están quietas en los versos, ebrias de polisemia, sufriendo (disfrutando) todo tipo de golpes y fracturas. Siempre acaba siendo una con la que enfrentarse a la inmovilidad conforme de los poetas de poltrona, como “el imbécil” –según le recuerda Rodrigo en el envite de uno de los poemas– de Pablo Neruda: el prototipo de ser sobrehumano capaz de violar a su criada en Sri Lanka, “escribir un verso triste color sangre azul / y masticar ajos purísimos de buena mañana”.


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