Además de comedias, pornografía y películas de acción chatas y burdas, el cine ruso después de acabarse la Unión Soviética ha contado con algunas figuras importantes como representantes de un cine más autoral, sea este de género o no. Nikita Mihalkov y su Quemados por el sol (1994), Aleksandr Sokurov y su Arca rusa (2002) y El regreso (2003) de Andrei Zvyagintsev han explorado en las honduras del alma rusa para hacer visuales sus conflictos. Los rodean directores como el debutante Andrei Kravchuv, quien dedica su ópera prima El italiano (2005) a la crisis de la adopción ilegal en Rusia; y como los directores de Caminos a Koktebel (2003), Boris Khlebnikov y Aleksei Popogrebskiy. Aleksei Balabánov es considerado el Tarantino ruso: hace cine desde finales de los ochenta y sus películas Hermano (1997) y Hermano 2 (2000) cuentan con una estética de la ultraviolencia como la del director estadounidense, y ha encontrado su nicho entre espectadores que lo consideran un director de culto que se cuela entre el cine de acción al cine de gánsters. Otros directores son castigados por la Rusia de Putin: el ucraniano Oleg Sentsov fue condenado a veinte años de cárcel por protestar en la plaza central de Kiev durante las manifestaciones que llevaron a la renuncia de Viktor Yanukovich. El gobierno de Putin declaró que el cineasta fue apresado por “actos terroristas” y lo mantiene incomunicado. Una carta pidiendo su liberación ha sido firmada por cineastas de todo el mundo.

El programa de televisión español Días de cine, al comentar Leviatán (Andrei Zvyagintsev, 2014; este director genial acaba de estrenar Loveless en el Festival de Cannes), ha dado en el blanco: se trata de un Estado que está diseñado para funcionar disfuncionalmente. La corrupción que hace al gobierno ruso lo convierte en una suerte de masa amorfa y fofa gigantesca, irreductible, imbatible.

Kolya (Alekséi Serebriakov) vive con su nueva mujer, Lilia (Elena Lyádova), y su hijo Roma (Serguéi Pojodáiev), de una mujer anterior, en una casa enorme y hermosa que ha construido con sus propias manos. Su amigo Dima (Vladimir Vdovichénkov) ha venido al pueblo desde Moscú, puesto que están librando un juicio en el cual la casa en cuestión está en peligro de ser destruida. Vadim (Román Madyánov), el alcalde, ha ordenado se deshagan de esa casa porque en el terreno habrá construcciones. Y Kolya deberá enfrentarse a semejante paquidermo, ese Estado corrupto todopoderoso que, como debe ser, se muestra en uno de los planos finales como lo que es: un destructor. Los planos que muestran las aguas del acantilado cercano al pueblo tienen una luz fría y opaca, como anunciando el enfrentamiento tenaz entre ambas fuerzas, la piedra y el agua, el Estado y el hombre común. La iglesia ortodoxa tiene una presencia importante: uno de los sacerdotes es cercano a Vadim, y por ende, al poder. “¿Dónde está tu Dios ahora?” le pregunta Kolya, alcoholizado y deshecho, a un padre con el que se encuentra a la salida de la iglesia. “El mío está conmigo. El tuyo no sé dónde está”. Y todo será tragedia.

“¿Crees que tienes derechos? ¡No los tienes! ¡Y nunca los tendrás!” grita Vadim, el alcalde borracho de vodka y de poder y corrupción, al protagonista, Kolya. En Leviatán nada es casual, nada es en vano: desde la estatua de Lenin fuera del palacio de justicia, el retrato de Putin en la oficina del alcalde, hasta el esqueleto enorme de la ballena en la playa. La lucha que debe librar Kolya para no perder su propiedad es casi la misma que debía librar un propietario común ante el régimen comunista. El aparato legal no está hecho para proteger a Kolya, sino a Vadim, y a cualquiera que se pliegue a sus maneras: la lucha es desmesurada y solitaria para el hombre justo. Cuando la injusticia es la norma el lugar del hombre justo es la cárcel.

Leviatán fue acusada de ser “antirrusa”, sus personajes de “no ser verdaderos rusos” y de “falta de sentido” por el ministro de la Cultura, Vladimir Medinski –en una de las escenas, Kolya ha ido con amigos de paseo a practicar tiro y beber. Cuando han roto todas las botellas que usaban de blanco, deciden sacar unos más interesantes: retratos de Yeltsin, Gorbachov, Lenin… todos los primeros ministros desde la Revolución–. Fue censurada para su estreno en Rusia, ha sido declarada “antinacional” y se le ha exigido al ministro su prohibición y al director que devuelva el dinero que el Estado proveyó para la realización de la cinta, y además, que pida perdón “de rodillas”. Citando al diario Abc, “Rusia (o también este otro país revolucionario) va a toda velocidad hacia el pasado”.


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