Cuando un niño muere por las ideas de alguien más,

la idea misma se acaba, pierde todo sentido.

Fanny Howe

En la primera página del libro de poemas y ensayos El ojo de la aguja. Atravesando la juventud (The Needle’s Eye. Passing through Youth), Fanny Howe escribe: “Dedicado a los niños”. No se trata, como se verá pronto, de una ofrenda optimista, ni deferente. Si hay dulzura en el homenaje, se trata de una compasiva y alerta, nace del reconocimiento de lo infantil como fuente compleja de identidad, y del pasaje a la juventud como intersección entre la maravilla y el horror.

En la página siguiente a la dedicatoria, la autora advierte:

“Siempre estoy errada”.

Ambos epígrafes son El ojo de la aguja, traspasan un tapiz de devenir asombrado y conducen a quien sostiene el libro entre profundidades y superficies de forma, lenguaje y referencias muy variadas. Howe atraviesa poemas y ensayos, imágenes y textos de temporalidad y procedencia muy diversa: fábulas, fragmentos poéticos, textos filosóficos, referencias noticiosas e históricas, para reelaborar la historia –alterna– del pensamiento occidental, para establecer una narración originaria del pensamiento místico, de la memoria o lo que resulta igual de la mirada, y también de la violencia. Muy pronto, la infancia aparece iluminada, sensible y abierta. Y la adultez, marcada por (y responsable de) el mundo político y social histórico, se descubre un daño, una pérdida: está condenada al error.

Si se ubican la experiencia mística y la violencia cada una en un extremo del mismo hilo tenso, la memoria y la mirada son el ojo de la aguja. Cada puntada en este libro es una nueva vuelta, una nueva oportunidad para encontrar a Dios, o para morir el hombre, que solo manteniendo vivas las cualidades marginales que lo acercan a la infancia, es capaz de ver, sin buscar. Cada puntada acerca peligrosamente los dos extremos de un único hilo.

Tal diversidad prodigiosa de referencias enhebradas cuidadosamente, permite entonces a la autora acercarse al conocimiento espiritual innato, al feroz poder de lo pequeño, de lo marginal (porque para ver, y continuar viendo a pesar de la madurez, hay que estar fuera), pronto aplastado, sobrepasado, por la masiva inequidad social y política. Howe aborda la naturalidad e incluso la inevitabilidad de la cercanía entre la infancia (vacía o ligera, flexible, porosa) y la experiencia espiritual. Los niños, además de más receptivos, y por tanto más abiertos a verdades invisibles, también parecen ser más audaces, están más dispuestos a darlo todo por un poco de certeza. Al menos en apariencia tienen menos qué perder o prefieren perderlo que verse encadenados a una existencia material que pronto se vislumbrará traicionera.

Justicia y verdad aparecen también ligadas a la infancia; en un mundo justo, el niño puede no apresurarse en crecer. Dice Howe: la violación es el ritual de pasaje clásico, de la infancia a la adultez. Es la bienvenida arquetípica al mundo. De prolongarse esa cápsula que es la infancia, se mantendría no solo la pureza sino su potencia, se instauraría el niño médium audaz. Pero el mundo no es justo. La (no) cápsula que es la infancia vidente, pronto se fisura; la candidez jovial herida por la injusticia y el error de un sistema que haciéndose incuestionable escandaliza, violenta, se convierte en humus delincuencial. Con la adolescencia nace el heroísmo transgresor. Los seres periféricos, quienes receptivos a la experiencia mística o a la mirada clara abren los ojos, se descubren, al inaugurarse en el mundo “real”, encandilados por el horror. Pronto se vuelven sus actores. La adultez por su parte, desplazada hacia el foco y condenada a la ceguera rabiosa, militante, se evidencia como artífice de ese horror.

Se rasga el margen, se instaura el centro.

El mundo desigual se convierte en navaja, y el pasaje hacia la adultez en pasaje hacia la consternación.

En este libro la fábula de unos jóvenes dispuestos a todo por defender la verdad y la libertad, vagando en un mundo sin adultos, llevando el Q’ran como mapa geográfico, se da la mano con una película uzbeka, que narra el episodio en que la visión de unos pájaros negros de cola larga y pesada opera como heraldo de la violación y el asesinato infantil. El invasor turco Tamerlan entra allí con una puntada en la compleja y precipitante tela, para regresar amenazante, aguja penetrando el cosmos con los hermanos Dzakar y Tzarnaev, terroristas del maratón de Boston en 2013, también de apellido Tamerlan. Permanece acá, la autora, encontrando en este dúo terrible evidencia y explicación del sufrimiento total. El más joven de los dos la conduce a Poe, a un poema de Poe sobre un guerrero del mismo nombre y su decisión de violentarse y lanzarse al vacío que es el mundo, en vez de quedarse a salvo, en casa, con la joven amada. Entonces Howe regresa a Boston, a la guerra en Afganistán, a la imagen de cinco bebés afganos enrollados como crisálidas, asesinados en un bombardeo de la OTAN, cinco días antes del ataque al maratón. Le siguen entonces una colina de bebés asesinados. Pespunteada violenta. Ojo de la aguja implacable.

Dice la autora “Norte América es parte de la guerra global librada por jóvenes que masacran a lo largo de desiertos y montañas, Irak y Siria. Por tanto, no hay que extrañarse que rocíos de sangre roja manchen en respuesta las calles de Boston, el alquitrán, el polvo y las hojas, los ladrillos que enrojecen progresivamente, que rieguen el polen de la primavera. No puedes lavar el rojo antes de que impregne las superficies. La mancha se filtra a los zapatos y desde lo humano es trasladada a la ciudad y sobre los billones de huesos regados por el saqueo bajo los pies.”

Así, el intento utópico y feroz, el sacrificio infantil y juvenil en pos de la promesa no alcanzada; la muerte: único freno al deseo infatigable de libertad, sanción última al acto violento, pero también gestionada desde la violencia sistémica. Otra O. Movimiento circular ad infinitum. Se rompe el hilo en su sección más fina, de tanta tensión. También la aguja se quiebra intentando ineficaz traspasar dos superficies negadas a la unión.

De los clavos dentro de la olla de presión en la bomba en Boston, a los clavos en los pies del joven San Francisco de Asís, a las migrañas de Simone Weil, que la mística describió como agujas en su cerebro, agujas insistentes que ahora se entiende coartaron su obra, que difuminaron el entorno, sus confines, que indefinieron el objeto sin debilitar la mirada, y que Weil aceptó como evidencia de su conexión con Dios. El ojo de la aguja, la “O”, ese centro a través del que todo pasa, que lo conecta todo, más eficiente en tanto menos busca mirar. Citando a De Certeau, Howe recuerda que ver a Dios supone no buscar, no desear, no-ver. Por el orificio de la aguja se conectan los tiempos, Dios, la luz, y el color. Pero a través de él se ve solo sin querer ver. El ojo de la aguja es ciego.

Un pensamiento

Regresar a la infancia: quedar sin palabras.

La frontera entre el Edén y el Cielo.

Tierra y nube

Vaciada de sí misma, cada imagen perderá poco a poco su definición.

Un infante en el Purgatorio aún lleva envuelta en pañales su cabeza

¿O es eso tendido en el suelo, la luz del sol?

Intentamos domesticar a nuestros espíritus como niños.

Los perseguimos y castigamos hasta convertirlos.

Pasamos la vida intentando liberarlos de nuevo”.

Pasar la vida intentando liberar el espíritu constreñido, intentando quedar sin palabras, buscando diluirse. Cada ensayo o poema en este libro funciona por sí solo, y a la vez está atado al siguiente por imágenes muy concretas: la celda, el convento, la guerra, el barrio, el mártir. La flor, el mar, el amor, el viaje y la aventura. Los hilos conectan los textos y convierten la obra en un único ensayo, que sí, va diluyéndose. Va deshaciéndose en las manos, se va perdiendo, termina en un zumbido, en las moléculas de las flores vibrando ante el sonido del cello: las abejas al acercarse. Las rocas, explica Howe, están vivas también. Y entonces dice reelaborando a Weil: “Estamos conectados sobre un tapete que como el mar da la impresión de movimiento hacia algo, pero que es realmente un cuerpo maternal de materia”.

Atrevámonos a sugerir que Howe cose un libro místico. Por una parte el pespunteado transversal de personajes religiosos y autores místicos a lo largo de la obra. Por la otra, su manejo casi en la tradición de la guía o el manual. Advierte la autora: “Tocar un instrumento, bailar, consumir drogas, recitar poesía, ser atlético, practicar artes marciales y correr: para un adolescente estas son las mejores, las únicas formas de evitar la cárcel” (p. 35). O: los griegos entendían que algunos jóvenes son como huracanes, danzan y asesinan frenéticamente, para luego saltar a las pandillas, siempre integradas por un analfabeto, un retrasado mental, un simplón, un acosador comiendo actos lunáticos. Se ríen a carcajadas y odian la vida. Entonces por el ojo de la aguja pasa de nuevo San Francisco de Asís, según asegura la autora, una personalidad imantada, atractiva, y radical. Típico pandillero, típico jihadista.

Este entonces es un libro dedicado a los niños como símbolo del poder tembloroso, riesgoso y delicado. Todo nace del ojo de una aguja, advierte Howe citando el poema de W.B. Yeats así titulado. Lo que ha nacido y lo que ha muerto, también pasa por ese milimétrico ojo. El ojo que ve, la “O” de esa aguja. Lo que sufre y lo que asesina, también pasa por ese milimétrico ojo. Explicar el poder frágil pero indudable de quien ve, y aceptar la masividad del sistema contra quien con la piel muy fina puede ser atravesado y finalmente lo es. Explicar el terror en el mundo desde esta ecuación desigual. Con El ojo de la aguja. Atravesando la juventud Howe se aproxima intelectual y espiritualmente a una historia global inescapable.

Si tal como el poeta Armando Rojas Guardia sugiere, toda experiencia mística debe ser jubilosa, gozosa, debe recordar al practicante que vino al mundo a gozar antes que a sufrir, entonces los datos históricos y noticiosos en El ojo de la aguja se insertan y traspasan toda posibilidad de revelación mientras se esté en el mundo. En este mundo global hecho de mínimas fragilidades. Y es que la vida espiritual exige extranjería, “el jardín místico” medieval no siempre es un jardín, la meditación es también en sí misma un otro sitio. Y volviendo a Howe, la infancia también lo es. Tal como el místico en su camino hacia el horizonte, o hacia el encuentro con lo divino, se borra, así mismo se borra El ojo de la aguja. Así mismo se extranjeriza Howe.

“No hay objetos al otro lado, solo nubes de vapor informes colores que armonizan musicalmente, no hay gravedad sino elasticidad compuesta de imágenes reticulares invisibles. ¿Quién me encontrará al otro lado? ¿Quién me esperará al otro lado para probar el error en lo que digo? ¿Alguien que nunca me amó?”

Esta obra magistral, que se ofrece como reflexión de la infancia como portal y la juventud como amenaza, y sobre la adultez como muerte de lo sagrado en tanto constitución del ego y separación de lo demás, conduce a la autora al otro lado, atraviesa el tapiz

“(Regresar a la infancia: quedar sin palabras.

…/Vaciada de sí misma, cada imagen perderá poco a poco su definición)”:

silenciando su verdad

con palabras de San Francisco de Asís:

Lo que buscamos, es lo que nos ve.

Así cierra el libro.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!