Leer la correspondencia dirigida a alguien más, genera en primera instancia una clara e incómoda sensación de intrusión. Hay un momento inicial culpable, quien lee se sabe corrompiendo una intimidad: no se trata de información revelada por un tercero, no se trata del relato de una historia privada, es más bien una forma de voyerismo, es escuchar una conversación a través del resquicio de una puerta, el oído bien pegado a la superficie de madera, la respiración quieta para no ser descubierta. La inquietud o la sensación de culpabilidad no responde a un llamado moralista, pues lo más probable –lo correcto, y sí, lo más probable– es que hubiese un proceso previo de autorización por parte de la autora de las cartas que las llevaría hasta las páginas del libro que hoy se sostiene en las manos. Se trata de algo más delicado, se trata de la certeza de estar atravesando una membrana sutil, crítica, y difícil en virtud de que esa intimidad ha sido rota a través de un vehículo que pronto interpela afectivamente –y esto sorprende–: la persona extraña muy pronto deja de serlo. Se hermana a la lectora. Ese cruce asombra de manera especial pues la correspondencia se vuelve en cierto sentido mapa de la psique y el alma de su autora, y quien las lee, pronto se vuelve cómplice. En un descuido, espejo.

El cruce se da poco a poco; fecha y lugar y destinatario, tras fecha y lugar y destinatario. Pronto se encuentra la lectora absorta, familiarizada, armando un rompecabezas. El proceso es muy rápido, mucho más acelerado y profundo del que supondría en la vida real conocer a alguien real.

Anne Sexton: A Self-Prortrait in Letters es un libro de cartas editado póstumamente por Linda Gray Sexton (hija mayor de Sexton) y Lois Ames (su editora y confidente). Entre las primeras de la colección, se lee una dirigida a la madre de la poeta en ocasión de finalizar su primer libro, To Bedlam and Part Way Back (1960), que le adjunta: “Acá te envío algo más de cuarenta páginas del primer año de Anne Sexton, Poeta”. La madre, con quien Sexton vivió una relación conflictiva y aparentemente abusiva desde la infancia, recibe este libro aún inédito, convirtiéndose en lectora, en receptora de una obra “confesional” o como Sexton la llamaría luego: “personal”; una obra en la que la depresión y la locura son puente a lo poético. En esa misma carta, Sexton se despide así: “Te quiero. Yo no escribo para ti, pero quiero que sepas que una de las razones por las que escribo es porque eres mi madre”.

A partir de acá, queda claro que el recorrido por venir será interior, que la vida privada y las motivaciones de Sexton se desplegarán así, con tal desenfado y tal honestidad. Vértigo. Y eso ofrece este libro, que construye la biografía en primera persona de una Sexton consciente de su ortografía débil, en su juventud poco dispuesta al estudio, descubriendo la poesía gracias a su terapia psiquiátrica. Como es de esperarse, las cartas muestran detalles sobre un primer amor, sobre la vida matrimonial con Alfred (Kayo) Sexton, a quien al viajar destina ardorosas y devotas cartas de amor, de quien habla siempre a otros con ternura, entrega y agradecimiento, aunque dejando colar cuán lejanos son los mundos respectivos. Además, ofrece fragmentos de sus poemas y algunos detalles sobre sus doctores y encierros en instituciones mentales. Más adelante las inseguridades literarias de una autora obsesiva y frágil. Relatos sobre la experiencia nerviosa en lecturas y recitales, menciones al alcohol como forma de medicación, como apaciguador de esos nervios previos a las apariciones públicas.

Las editoras de la obra ofrecen cuando es preciso orientación sobre el contexto de alguna correspondencia. Líneas que ocupan orificios o fisuras entre ciertas cartas o entre períodos. Y es que toda carta es siempre una isla, y aunque las epístolas de Sexton se explican solas y absorben a quien las lee, no son menos isla que las cartas de cualquiera. (Es curioso elegir el término isla para referirse a las cartas pues isla es el término que usa Sexton para describir su vida). Y en efecto, hay un sustrato en el que estas cartas podrían ser las cartas de cualquiera. La lectora agradece las líneas añadidas, que permiten saber por ejemplo sobre los viajes o los eventos literarios, la publicación de sus primeros poemas en Hudson Review o The New York Times, la relación personal sostenida con algunos de los destinatarios de las correspondencias, detalles sobre premios, entre ellos el Levinson y el Shelley Memorial, de la obtención de becas como Frost, Radcliffe y Guggenheim. Fechas y circunstancias de las estancias en diversas instituciones psiquiátricas, estancias a las que por cierto se refiere siempre Sexton sin pruritos y sin quejas.

En efecto, sorprende el descubrimiento de una Sexton-aliada-de-la-psiquiatría en el enfrentamiento objetivo y tajante consigo misma: “Una vez dije al Dr. Martin que no me importaba estar loca siempre y cuando pudiese escribir bien”. En esta sentencia, tres elementos saltan a la vista: ante todo, un sentido del humor y un desenfado absolutos, una familiaridad ante la locura; en segundo lugar, un amor por la escritura o una conciencia de estar en la vida para eso, para escribir, la certeza de que es la propia obra como autora lo que da sentido a la existencia. En tercer lugar, el espacio marginal dejado a la vida social y familiar, a sus dos hijas, que para el momento tendrían menos de diez años de edad. Para Sexton la locura es solo obstáculo si la previene de escribir.

En efecto, cuando la autora habla de su cuadro psiquiátrico como “la enfermedad” (estoy tan enferma, me siento enferma, no he estado bien) o sencillamente como “locura”, lo hace con sentido del humor. De su mentor William Snodgrass (cuya obra consideró influyente, especialmente el libro Heart’s Needle, y con quien establece correspondencias en las que ambos reseñan sus respectivas experiencias en terapia psiquiátrica), se despide en un mensaje: “Espero que no encuentres esta carta demasiado loca (bueno, yo lo estoy, pero espero que la carta no te lo parezca)”; semanas más adelante: “Hoy iré a una institución mental”. En otra admite: “Estoy escuchando voces. Nunca estoy sana, sabes –pretendí estarlo cuando me visitaste en casa, y ESA fue una amabilidad de mi parte. Ni siquiera te diste cuenta de mi condescendencia…”. Al final, firma:

“@ prisa

En caos –df453679c!.l’!!!!

Anne”

Quien lee se encuentra con una Sexton ansiosa, dominante, absorbente con sus amistades, obsesiva con esos afectos, pidiendo siempre una carta más, nuevas noticias, demostrando amor de manera muy explícita y preocupación ante posibles deslices con los demás. La autora con frecuencia consulta a sus interlocutores si hizo algo mal, si les hirió u ofendió, si se debe a algún resquemor el silencio que la mantiene en vilo. Qué difícil y triste debe haber sido mantener su amistad, susurra el lado emotivo de quien escribe este texto.

Su relación con la profesión y la dificultad de manejarse entre la vida hogareña y la literaria es también evidente en frecuentes correspondencias, en especial las intercambiadas con su amigo espiritual, el padre Dennis Farrel y con Snodgrass, a quien por ejemplo cuando aplica “al Guggy” (Guggenheim, en 1954), indica: “Realmente necesito tiempo, hay demasiadas personas en mi isla. Necesito tener uno o dos días a la semana para hundirme en un hueco y escribir. Acá el teléfono suena, las niñas aparecen en mi plato, mi esposo me palmea el trasero, y poco queda para los poemas. Es un asunto de energía. Querido señor Guggy, necesito dinero para pagar a una sustituta amorosa mientras escribo. Un delantal con brazos basta”.

Días más tarde le escribe de nuevo sus dudas, “aunque sería bueno, porque necesito ese status en mi vida familiar. Necesito mostrar el dinero y decir: ‘Ves? Esto ha de destinarse a mi escritura y debo tener el tiempo necesario para ello’. Entonces puedo llamar a una niñera y pagarle con los dólares de Gugg y volver en paz a mi escritorio. Es así de simple. Escribir no es tan simple (lo sabemos), pero ciertos problemas obstruyen el proceso de esta manera”.

Las cartas al padre Farrel también evidencian una Sexton más que religiosa, espiritual, esperanzada en el poder del conocimiento religioso para aliviar su propia angustia. Con Farrell conversa sobre espiritualidad, sobre sus hábitos de escritura, sobre su vida privada: sobre su esposo, y sobre su estudio, que llama “la torre”, y construyó en el porche de su casa gracias a los fondos recibidos de la beca Radcliffe. Desde allí escribió sus libros. ¿La famosa foto de Anne con los pies en alto frente al escritorio publicada en Newsweek? Fue tomada allí, en “la torre”. Eso le comenta al padre Dennis, en una carta en la que también asegura ser una “ama de casa suburbana”: “solo que además escribo poemas y estoy un poco loca… retraída por momentos y luego maníacamente emocionada, palabras salvajes, conversación salvaje…”. Con su confidente habla sobre sus hábitos con las drogas y alcohol: “Debo aprender moderación con todas las cosas, eso dice mi Doctor. ¿Ves? Tiendo al exceso. Eso es lo que ocurre. He descubierto que puedo controlar mejor esta tendencia cuando escribo un poema… si el poema es bueno tendrá controlado el exceso, que es el corazón del poema… como una fruta madura, cuyo centro no ves desde fuera, pero está”.

En la medida en que las páginas van pasando va creciendo Sexton como autora, y va entendiéndose la hipersensibilidad de una mujer que encuentra en el flirteo con la muerte mucho más que la desesperanza ante la vida o el deseo de morir. No hay lamentos, más bien la descripción casi objetiva de sus crisis o de lo que las motivan, el recuento de la pérdida progresiva de razón, de control, la muerte como fantasma progresivamente denso, haciéndose espacio. A Frederick Morgan, editor del Hudson Review, le confía: “Lo único que puedo decir honesta y rápidamente es que lo peor de una crisis nerviosa es que la persona cambia… es una pesadilla ver a la persona cambiar ante tus ojos, convertirse en una extraña, y no poder, solo por amor, volverla familiar de nuevo… recuerdo a Kayo (Alfred, su esposo), visitándome en el centro de salud, ‘Anne, solo te quiero de vuelta, tal y como eras’. Recuerdo escucharlo y no entenderlo, no entender nada”.

“La persona creativa no debe protegerse más de lo necesario para mantenerse respirando”, asegura Sexton. “Otras personas podrían, pero no nosotros. La escritura es ‘vida’ en cápsulas, y la escritora debe sentir cada tropiezo, borde, raspón, auch, para conocer la verdadera forma de su cápsula… Yo misma voy de cubrirme el rostro con las manos, protegerme de todas las maneras posibles, a esta otra manera, dolorosa y vidente. Supongo que lo que quiero decir es que las personas creativas no debemos evitar el dolor que nos toca manejar. Aunque me digo a mí misma a veces repetidamente: ‘Tengo que salir de este dolor’, no. El dolor debe examinarse como una plaga. Los demás pueden correr, pero nosotros tenemos que permanecer, y saber, entender qué es lo que ocurre”.

Sexton se debate entre la mirada racional a su tendencia suicida, y la angustia, que, una vez más, no es tanto una angustia irracional o culpable con respecto a sus afectos, sino obsesiva y objetiva también. La autora en esos momentos asegura no poder vivir más. Una increíble mirada a su perspectiva ante la muerte puede leerse en una de sus cartas al padre Dennis, en la que sugiere que la muerte natural se relaciona con lo masculino, y el suicidio, con lo femenino. De esto se desprende, según ella: “1. Que no creo realmente que los muertos estén muertos, 2. Que ciertamente creo que no moriré aun cuando esté muerta, 3. Que los suicidas van a un lugar especial… se quedan dormidos, por ejemplo, 4. Que el suicidio es una forma de masturbación!!!”. Y sigue: “Bueno, mi racionalización del día de hoy es que si un intelectual es alguien cuya mente se observa a sí misma, lo mismo podría decirse para la masturbación o aún más para el suicidio. ¡Bow wow! ¿Qué tal? Veo el asunto de esta manera (mágicamente): Hay quienes son asesinados y unos pocos que asesinan, y luego unos que hacen las dos cosas a la vez… Creo que asesinar gente por cualquier motivo es perfectamente terrible…. y creo que ser asesinado es perfectamente terrible… pero (racionalizo) cuando tomas ambas cosas a la vez, alcanzas cierto poder… ¿poder sobre qué? Sobre la vida, por ejemplo… y sobre la muerte también. Es una manera de hacer trampa a la muerte”.

Enlazadas con reflexiones de este tenor, otras cartas en las que Sexton consulta a editores y amigos escritores –Maxine Kumin, Robert Lowell, George Starbuck, Sylvia Plath, entre otros– sobre la calidad de algunos de sus poemas, dudas sobre algunos de sus libros, por ejemplo Transformaciones, inspirado en cuentos de los hermanos Grimm leídos por Linda, según algunos su obra menos abiertamente confesional, aunque la más feminista, y que luego de publicado recibió una crítica difícil. En varias cartas asegura que no publicará el libro 45 Mercy Street (que vio la luz, por cierto, póstumamente); se preocupa por sus honorarios en Boston University, continuamente los compara con los de otros escritores, especialmente hombres. Puede verse en el trayecto epistolar la profesionalización de la autora, la importancia que en ese proceso tiene pertenecer a una comunidad de escritores, de editores, otros ojos, miradas a su obra que la orientan y le ofrecen seguridad mientras ella crece y valientemente deja de cuestionarse su trabajo, que en efecto no define a partir de cierto momento como confesional sino como “personal”: “mi trabajo es muy ‘personal’”, dice, “yo no escribo poemas públicos, sino una poesía personal, muchas veces sobre el tema de la locura”. En este sentido es relevante cómo, muy lejana a lo que algunos de los detractores de su poesía propusieron entonces, su obra no fue solo reflejo de una vida interior caótica y un alma salvaje dispuesta a mostrarla. Su obra es también una postura política ante la de autores como Eliot, que para entonces advertía la necesidad de escribir con “objetividad” y frialdad, alejando vida subjetiva de la objetiva o pública. Sexton sabía muy bien lo que hacía cuando decidió continuar escribiendo en la fisura “personal” que comenzó a habitar desde la literatura como consecuencia “natural” de su trabajo psiquiátrico. Es admirable la honestidad de Sexton, pues sí, aun cuando se trate de cartas, y volviendo al inicio esto supone que se trataba de textos privados, la realidad es que nada de lo que aparece en este texto de epístolas está fuera del trabajo poético. Sexton estaba muy clara, sabía lo importante que era ocupar la vida lo más plenamente posible desde el lugar en que sus fuerzas se lo permitieran. Era también una autora valiente, que se abrió espacio en un mundo moralista, asunto complejo especialmente para una “ama de casa suburbana” que destinó sus primeros cheques al pago de niñeras para poder escribir. En estas cartas puede verse la publicación tanto en periódicos y revistas como de sus poemarios y obra de teatro, como pasos fundamentales en el diseño de una ruta a seguir, como promesa, como prueba a la calidad de su trabajo literario.

Si bien la vida familiar y amorosa se intuye en pugna, está apenas esbozada. Con algunos destinatarios deja colar flirteos o juegos íntimos, sin embargo, esas menciones quedan en la sugerencia y hacen dudar a la lectora del libro sobre el proceso de edición. En una carta a Brian Sweeney, Sexton indica quemará la correspondencia previa pues se ha vuelto muy peligrosa y explícita. Los posibles vacíos no molestan, en una trenza siempre hay espacios por ocupar, entre dos islas siempre hay una distancia intraducible.

Sexton sigue, no permanece en ningún lugar, así como escribe sobre su intimidad y su vida profesional, también envía cartas a sus hijas en la medida en que estas maduran, responde con especial premura las frecuentes cartas de enfermos psiquiátricos recluidos, con quienes siente una clara identificación, que hace manifiesta sobre el papel. Si hay momentos racionales, más concentrados en el significado de la vida y en el recorrido literario, estos se ven perfectamente enlazados con otros regulares, sencillos, libres. Se trata de cartas. Cartas escritas por una mujer a sus afectos, cartas escritas por una escritora en su recorrido hacia sí misma. Cartas que lee la mujer que escribe esta columna hoy.

Así como el libro abre, cierra. Con un mensaje escrito por Sexton en ocasión de su cumpleaños número 40, en la que se dirige “a la Linda de 40 años”. A su hija recomienda, como instrucción adelantada: “Habla con mis poemas, y habla con mi corazón: estoy en ambos, si me necesitas”. Y esto es lo que ocurre. Anne Sexton: A Self-Prortrait in Letters es una mirada transversal al corazón de Sexton y a su experiencia privada de la vida como escritora, a su crecimiento como autora, al diseño de un recorrido siempre en falta, siempre triste, siempre intenso y siempre entregado. Lo demás está en su obra, en sus poemas. “Habla con mi corazón, habla con mis poemas: estoy en ambos”, advirtió Anne: “estoy en ambos”.


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