No hay que buscarlo. No hay que buscar.

Es la lección inmediata de los claros del bosque:

no hay que ir a buscarlos, ni tampoco a buscar nada de ellos.

Nada determinado, prefigurado, consabido.

María Zambrano

A la obra El almendro florido de Patricia Guzmán se entra como a un jardín místico. Vacía y sin nada que buscar. Deshabitada de preguntas y expectativas. Se inicia el recorrido de sus primeras páginas y desde muy pronto la sensación: una clave, una imagen, una mano tibia sujeta y conduce hacia el claro del bosque, ese espacio bañado por la luz increada. En la peregrinación, lo místico, ese ámbito (las místicas, esos seres) en conexión con lo que asegura De Certeau: “nunca dejó de hablar pero calla”. En la senda, la vital plástica de Patricia Van Dalen como comprobación visual del paisaje sagrado por reconocer. Como expresión del aleteo de la tórtola, movimiento inquietante, alterado, iluminado, del que Guzmán es testigo y dialogante.

A través de materiales ajustados en perfecta pulitura, Guzmán protege bajo su ala y ofrece a la lectora el camino, la conduce cuidadosamente sin decir más que lo indispensable. Así, quien sostiene el libro como antorcha, es iniciada –la obra inicia– con un mensaje que bien puede leerse como un método, una breve introducción que es una guía. Guzmán menciona una genealogía que invita a autores como Ajmátova, Di Giorgio, Celan, Al Nuri, y textos religiosos de diversa naturaleza: imágenes y tutelas que desde ese instante naciente pronto se develan instrucción. Y no es casual, nada es casual en esta joya que sostiene la lectora entre sus manos: los textos místicos, los manuales que orientan a quien se encamina en la vía espiritual, suelen llegar con instrucciones. La vidente orienta así a través del camino que progresiva y también cíclicamente, moldea las páginas del libro. No hay contradicción: el libro se deja leer progresivamente por su linealidad, página tras página, idea atada a la siguiente en perfecta ilación, desde la añoranza y la entrega más humana; y cíclicamente por su temporalidad encantada, constituyéndose en, y ofreciendo a quien lo sostiene, eterno retorno.

Ha dicho De Certeau que la mística aparece para reformular la posibilidad de comunicación con lo divino a través de la palabra religiosa reconstituida desde los textos sagrados y el método; y que supone el establecimiento de un binomio hablante-oyente manifiesto en el ámbito de la plegaria (de la meditación y la contemplación), o de la comunicación con el guía o maestro. Puede agregarse acá la posibilidad de conexión con lo divino desde un tercer ámbito: el del poema iluminado, que puestos a ver no es más que expresión cristalizada de los otros dos. En ese proceso de conexión con lo que hay, con lo que no deja de hablar pero calla, el emplazamiento físico del practicante es controlado por el método (esa guía del inicio que sugiere cómo sostener el libro, tal vez, y cómo recorrerlo, paso a paso, en los caminos del bosque), procura un aislamiento espacial y temporal que aniquila el tiempo humano, ya dijimos: lineal, y que lo vuelve cíclico. No olvidamos acá lo advertido por Zambrano en su obra exaltada: “El claro del bosque es un centro en el que no siempre es posible entrar; desde la linde se le mira y el aparecer de algunas huellas de animales no ayuda a dar ese paso. Es otro reino que un alma habita y guarda”. Así, la manifestación del mensaje requiere previamente el traslado a otro tiempo y a otro lugar, supone la pérdida de autonomía para poder conversar. Entrar a El almendro florido para escuchar, es aniquilar el tiempo. Es olvidar lo humano, desde la propia y originaria huella.

Los primeros dos versos del libro, que se sostienen como un eco hasta el final de sus líneas, llevan a Ajmátova: Despójame de todo, pero déjame / la frescura de esta rosa encarnada. Guzmán ruega ser despojada pues sabe que solo así el camino se hará evidente, que solo así abrirá la almendra, que solo así el aleteo de la tórtola se volverá inicio eterno, luz increada. Mi cabeza / en el olvido de todo / levanto / para contemplar la hermosura de la rosa encarnada / y despertar cada día en su seno. Patricia Guzmán, ser humano cercano a lo que De la Flor define como “el grado cero de lo natural”, ha creado una obra que es el relato de una iluminación. En el olvido de todo eleva la mirada y encuentra ante sí el centro de la rosa como centro de perfección. Ante la rosa encarnada, rodeada de la luz viva, bebe del centro, que no es más que almendro, árbol centro del cosmos. Bebe así Guzmán del centro de la rosa, del centro de toda creación. Dice Zambrano que el centro es un lugar que está en o que es el claro del bosque. El corazón es un centro, el alma es un centro. Ese centro es eso jamás creado y que crea, a lo que solo es posible aproximarse a través de la palabra poética, que es la palabra verdadera.

Sedienta de sabiduría divina, y a la vez sin buscarla, son tales su atino y su luz, Guzmán se entrega en el amor desnudo, “sin palabras ni por qués”. En efecto, La flor del almendro es un libro que es un homenaje, porque para abrir y para entrar, hay que ofrecer (se); es un jardín eremítico, ruta hacia el claro cuyo tránsito requiere solo aceptar el espacio vacío, marginal y primitivo, no construido, sino creado. Así ofrece la poeta vidente estas páginas, en concentrada verdad, sin cerrar jamás el recorrido, pues este no termina nunca ya que nunca comenzó: es previo a todo. Con el corazón silencioso y lejano, desasida de sí, recorrida por lo inexplicable, advierte en la progresivamente justa mengua de palabra: Ya se alza el ala maltratada de la tórtola /y me entrega un puñado de dolor /en el cuenco del corazón. Zambrano desde el claro le responde, posa su mano en la frente de Guzmán advirtiendo: “Y cada vez que se nace o renace, y aún en el ir naciendo de cada día, hay que aceptar esa herida en el ser, esta escisión entre el que mira que puede identificarse con lo mirado –y así lo anhela– y el otro; el que siente a oscuras y en silencio, entre la noche del sentido donde ningún sentido lleva ningún mensaje. Y hay que aprender a soportarlo”. Guzmán escucha, acepta, y dócil responde: Lo inexplicable me recorre en voz baja / al soplo del almendro que apura sus flores / aquejadas de esperanza.

Este es un libro que no termina, no deja de decir y a la vez calla de tan fino, de tan etéreo. Filoso, liviano, volátil. Un libro que no se abandona, que vive ahora en la mesa de noche, que forma parte de la cosmología de quien lo lee así como un oráculo; que atiende y responde desde la añoranza y también desde la aceptación del propio silencio. Termina la joya entre manos con una plegaria, que es también una promesa: Inclinémonos / y derramemos caridad y bondad. Acata la lectora a la poeta, eleva la plegaria, más allá de la página encendida.


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