Varios factores actúan, me parece, para que Contra toda esperanza no alcance todavía el lugar excepcional al que está destinado entre las literaturas del siglo XX. Es probable que algunas frases que rodean a este libro, más que incitar a leerlo, lo coloquen en un segundo plano. Por ejemplo: que son memorias sobre el estalinismo; que, escrito por la viuda de Ósip Maldelstam, narra la persecución y el final del poeta; que en sus páginas se denuncia al comunismo soviético; que allí se describe la mediocridad de los intelectuales al servicio del régimen.

Si estas descripciones se interponen, es porque se ajustan a los hechos: las frases anteriores aplican. Son compatibles con el contenido. Se refieren, cada una, a cuestiones que creemos conocer: el estalinismo, el adocenamiento de los escritores ante el poder, el acoso a los disidentes, Mandelstam entre ellos. La eficacia de las etiquetas no depende de ellas, como del lugar que les otorgamos en la comodidad de nuestras rutinas clasificatorias.

Nadiezhda Mandelstam deja atrás las tentaciones que son recurrentes del género testimonial. Su operación mental más admirable y sorprendente: no se victimiza, ni tampoco al poeta. Más que dar cuenta de los hechos (lo hace con disciplinado apego al trazo firme); más que ordenar la experiencia en el espacio y el tiempo del relato (no hay capítulo que no haya sido ensamblado y acabado con preciosismo); más que ajustar cuentas con los funcionarios, piezas del aceitado engranaje de acoso y acorralamiento, Contra toda esperanza enciende la luz. A medida que camina por la oscuridad del régimen, ilumina. Avanza guiada por un insustituible instinto de comprensión. Necesidad e intuición se funden. No deja cabos sueltos. Las preguntas no se desdibujan y las respuestas se formulan con apego a la complejidad de lo vivido. La vivacidad de su recapitulación bien puede compararse con las mejores páginas de las Memorias de ultratumba de Chateaubriand.

¿Qué libro es este entonces? ¿Dónde podría ser inscrito? Contra toda esperanza es la plasmación de la lucidez. Luz dolorosa, que clarifica y revela. En su voz confluyen fuerzas, que aquí dejan de ser antagónicas: la del testigo y la de la distancia. En 1956, cuando inicia la escritura, Nadiezhda Mandelstam está cerca y lejos de toda aquella experiencia. Ósip Mandelstam había muerto casi dos décadas atrás –en diciembre de 1938–. Ella había alcanzado la plenitud de su madurez –nació en 1899–. Stalin había muerto en marzo de 1953. Los sufrimientos del pasado siguen allí, listos para ser recuperados. Tiene 56 años y su memoria permanece intacta. La víctima que fue ha sido superada.

De esa reconversión proviene Contra toda esperanza. No encuentro fórmula más atinada: creo que es un milagro literario. Lucidez sostenida a todo lo largo de la recapitulación. Es tal su genialidad, que George Steiner escribió que juzgarlo, incluso para formular su elogio, era una insolencia. El incomparable ensayo que Joseph Brodsky escribió tras la muerte de Nadiezhda Mandelstam en 1980, responde nada menos que al deseo de contestar a la cuestión de cómo fue posible que aquella viuda pequeña, delgadísima, casi sin peso, perseguida y fugitiva, “la amiga del mendigo” como quedó fijada en un verso por el propio Mandelstam, hubiese alcanzado esa conciencia: cómo logró que ese sufrimiento que “ciega, ensordece, arruina y muchas veces mata”, no la hubiese vencido.

Dice Brodsky: la mujer que estuvo al lado de Mandelstam por casi dos décadas, y que tuvo en la poeta Anna Ajmátova su más pertinaz e inseparable amiga mientras vivió –Ajmátova falleció en 1966–, fue tocada por la poesía, por la irradiación mental de los dos poetas. Entonces la vitalidad de su inteligencia se expandió. Y fue esa exacerbada conciencia del lenguaje, el fuego con que dio forma a sus memorias. “La herencia de esos dos poetas solo podía ser desarrollada o elaborada por la prosa (…). La prosa de Nadiezhda Mandelstam fue el único medio disponible del propio lenguaje para salvarse de la parálisis”.

El oficio de acorralar

Si la monumental investigación de Richard Pipes, La Revolución rusa, se yergue como un inmenso mural que hace posible visualizar el período que va desde 1905 hasta los años entre 1918 a 1920, trienio en que el terror se instaura como la guía mental de la revolución; si los tres volúmenes de Archipiélago Gulag, más de dos mil páginas escritas en la clandestinidad por Alexandr Solzhenitsyn, exponen la naturaleza y procedimientos del vasto sistema carcelario del comunismo, visto desde sus entrañas; si los seis volúmenes de Relatos de Kolimá, de Varlam Shalámov, constituyen la desagregación más detallada de la lucha entre muerte y sobrevivencia, en los campos de Siberia; y si Stalin: en la corte del zar rojo, de Sebastian Sebag Montefiore, hace palpable los férreos lazos entre personalidad sicótica y poder totalitario, Contra toda esperanza desgrana el espacio donde perseguidores y perseguidos se encuentran.

Nadiezhda y Ósip Mandelstam viven varios escalones más abajo de la precariedad. Transcurren entre lo mínimo y las últimas cosas. El poeta no pierde su sentido del humor. A la cocina le llama santuario. Un informante les visita la tarde del 13 de mayo de 1934. Está allí para asegurarse de que no destruirán las posibles piezas incriminatorias. En la noche llegan los funcionarios con sus lógicas y procedimientos. Buscan el poema de Mandelstam sobre Stalin. En la mañana se lo llevan. Nadiezhda y Anna Ajmátova se quedan en la casa vacía. La pregunta por la causa de la detención es vana: todos los motivos eran posibles. Detenciones y deportaciones eran corrientes.

Mandelstam sabía que el poema sobre Stalin le costaría la vida. Escribe Nadiezhda: “el poeta no es más que un hombre, un hombre simplemente, y le debe ocurrir lo más habitual, lo más característico para el país y la época, lo que nos espera a todos y a cada uno”. También ella guardaba su propio conocimiento: le tocaría salvar los archivos, acopiar recuerdos, hacer uso de sus dotes de observadora: hacer las colas, recorrer los pasillos, esperar turno ante una taquilla, que era el destino de las esposas de los detenidos.

Se perseguía a los saboteadores: había que inventarle culpables al fracaso. Se les enviaba mensajes amenazantes. Los soplones eran parte de la atmósfera. Liquidaban a los testigos que pudieran recordar lo visto. Hacían efectiva la tesis del enemigo. Les fotografiaban en las calles. Les difamaban. Cazaban a conocidos y amigos. Había lugares apestados: “Nuestra casa se había contaminado y era funesta para todos los propensos”. Cada detención creaba círculos de silencios, de encierros, siempre inútiles.

Hacía diligencias –las más de las veces con la compañía de Ajmátova–, contactos, ruegos: Gorki, Bujarín, Erenburg, Pasternak y otros cuyos nombres carecen hoy de relevancia. Los rumores planeaban como moscas sobre las cabezas de las esposas. Nadiezhda se percataba: había que evitar la confusión, mantener el raciocinio aceitado. Ningún funcionario emitía palabra hasta no conocer la instrucción superior. El miedo no reconocía fronteras: torturaba, con instrumentos distintos, a perseguidos y a funcionarios. Ella se sorprende: entonces no tenía miedo sino asco.

Primera prisión

En 1923 Mandelstam había sido borrado de las listas de colaboradores de las revistas literarias. Fue uno de los primeros escritores en merecer vigilancia individual. “Yo estaba perfectamente preparada para recibir información, no había necesidad de masticarme nada y ni una sola palabra se pronunció en balde”. Mandelstam le cuenta: el juez tiene en sus manos la primera versión del poema. Disponían de información de sobra. A Nadiezhda la acusan de cómplice y al poema de “documento contrarrevolucionario sin precedentes”. A Mandelstam no le interesa saber quién lo delató. Se señalaba a sí mismo como culpable. La decisión, macabra lengua del estalinismo, se formaliza en estos dos verbos: “aislar y conservar”. Orden inequívoca: deben encerrarlo, pero no matarlo. Decisión magnánima. Es el propio juez quien le propone a Nadiezhda acompañar al poeta al lugar de su deportación.

Se preparan para partir (“me pasé la vida entera yendo de un sitio a otro con mi mísero ajuar”). La solidaridad se activa: quienes le rodean, suman monedas o pequeños bienes para los castigados. Van a Cherdyn y, más adelante, a Vorónezh. Algo se ha roto con el castigo. La conciencia del condenado da origen a una indiferencia tangible. “Al perder la esperanza perdemos también el miedo”. Ese perder el miedo cambió la mirada de Nadiezhda. Lo vio: la víctima cree que el mundo se ha petrificado. Que nada modificará el estado de cosas. El determinismo histórico se proyectaba hasta el fin de los tiempos.

Mandelstam se enfermó. Escuchaba voces. Hablaba con un lenguaje que no era el suyo. “Mandelstam apareció súbitamente junto a la ventana y yo a su lado. Colgó las piernas fuera de la ventana y me dio tiempo de ver cómo todo él desaparecía”. Parte de la recuperación consistía en fijar la realidad. Nadiezhda reflexiona: el ser humano es capaz de aferrarse hasta la más incierta esperanza. Pero alcanzar el equilibrio solo es posible si no se espera nada y se está listo para lo que podría venir. Más adelante Mandelstam lo intentaría nuevamente con una hoja de afeitar.

Tiempos de Vorónezh

Un día llegó la información de que la causa había sido revisada: Mandelstam podía vivir en cualquier parte, salvo las 12 ciudades más grandes del país. A partir de ese momento, tras algunas dificultades, se instalaron tres años en Vorónezh: una tregua, a pesar del hambre y las trampas de la vida corriente (habitaron en cinco habitaciones distintas). Sin dinero, marcados, sin posibilidad de trabajar. Vivir era esperar. “Nuestra vida se reducía a una espera constante: esperábamos dinero, la respuesta a una carta o a una solicitud, un gesto magnánimo o una salvación”.

Pero ese tiempo de paz y carencias se acabó en el otoño de 1936. La protección de Bujarin se había agotado (“Mandelstam debe a Bujarin todos los claros de su borrosa existencia”). Lo peor estaba por venir. “Y así vivíamos, así cultivábamos nuestra inferioridad hasta que nos convencimos en nuestra propia piel de lo frágil que era el bienestar”.

Nadiezhda Mandelstam, episodio a episodio, narra la configuración del dispositivo totalitario. Estaba prohibido viajar: el solo deseo de cruzar la frontera se consideraba un acto de traición. Estaba prohibido comparar discursos y realidades: la regla de la sobrevivencia era no mirar los hechos. Campeaba la pérdida de confianza recíproca. Proliferaban las listas: se perdían todos los derechos, se borraba la existencia de quienes expresaban dudas sobre la revolución. Desaparecía la bondad: las energías se concentraban en la propia salvación.

A Mandelstam le seguían a todas partes. Le acorralaban. Ninguna ruta conducía a la salvación. Su vida fue de padecimientos. Antes de partir a su segunda detención, le confesó a Ajmátova que estaba preparado para morir. “Una vida así se paga muy caro. Todos estamos afectados psíquicamente, somos ligeramente anormales. No estamos enfermos, pero tampoco del todo sanos: somos desconfiados, suspicaces, nos cuesta trabajo hablar y padecemos un sospechoso optimismo infantil. Personas así, como nosotros, ¿pueden servir acaso de testigos? No debemos olvidar que en el programa de exterminio se presuponía la exterminación de testigos”.

La segunda detención. El final

Estaba prohibido darles trabajo. Tomaban algún libro de la biblioteca –libros de la infancia de Mandelstam–, y lo vendían. Compraban té, pan, cigarrillos y, a veces, un huevo. Tipógrafos y actores les daban dinero. Vivían de la compasión. En 1937 Mandelstam escribió un panegírico a Stalin: intentó salvarse. Pero fue en vano. El 1 de mayo de 1938, justo 19 años después del día en que se habían conocido, se lo llevaron.

Tras la detención, Nadiezhda se instaló en Strunino, poblado textil. No escondió su condición de judía. Trabajaba como hilandera, memorizaba los versos de Mandelstam. Los repetía mientras ejecutaba sus rutinas. “Debía recordar todos los poemas porque los papeles podían ser requisados y sus guardianes deshacerse de ellos en un momento de pánico (…). Las ocho horas de trabajo nocturno no solo se consagraban a las máquinas, sino también a la poesía”.

Su vida era de extrema miseria. Le regalaban una manzana o un trozo de empanada. Hasta que un día le dijeron que había llegado el momento de huir. Los vecinos recogieron dinero y lograron colarla en un tren. Comenzó entonces lo que solo cabe llamar una existencia nómada, que le permitió salvar la vida y los poemas de Mandelstam. Fueron innumerables las ocasiones en que, cuando los funcionarios llegaban a buscarla, ella se había marchado con su pequeña y derruida maleta, donde llevaba un puñado de los poemas salvados.

Salvo la ventanilla donde los familiares entregaban paquetes para los presos, no existía vínculo alguno con ellos. En esas colas –a las que Contra toda esperanza dedica páginas elocuentes, Nadiezhda supo dónde estaba Mandelstam. A diferencia del resto de las esposas, ella fue beneficiaria de un privilegio: un día le devolvieron un paquete acompañado de una nota que decía, “por muerte del destinatario”. Más adelante logró saber que había muerto el 27 de diciembre de 1938, probablemente víctima del tifus. Su cadáver fue lanzado a una fosa común.

“Solo sé una cosa: Mandelstam dejó de sufrir; su vida de mártir acabó en alguna parte. Así termina toda vida. Antes de morir, yacía sobre una tarima y en torno suyo pululaban otros condenados. Probablemente esperaba un paquete. No se lo entregaron o no llegó a tiempo. El paquete fue devuelto. Para nosotros fue la prueba y la notificación de su muerte. Para él, que esperaba el paquete, su ausencia significaba la muerte de todos nosotros. Y todo eso había ocurrido porque un hombre bien cebado, con uniforme militar, entrenado para exterminar a otros hombres, cansado de buscar en las listas interminables que cambiaban continuamente un nombre de difícil pronunciación, borró de un trazo la dirección y escribió en la hoja correspondiente lo más sencillo que se le ocurrió: ‘devuelto por la muerte del destinatario’. El paquete volvió a mis manos y yo que rezaba para que terminasen sus padecimientos, me tambaleé ante la ventanilla cuando la empleada de correos me comunicó esa última e inevitable buena nueva”.

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Contra toda esperanza. Nadiezhda Mandelstam. Traducción: Lydia Kúper. Prólogo: Joseph Brodsky. Editorial El Acantilado, España, 2012.


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