Al principio de los años veinte, justo después de la Primera Guerra Mundial, Hofmannsthal se dio cuenta de que el burgués se había transformado en Cada Cual (Jedermann). El perfil del burgués nunca había sido particularmente afilado, salvo en el caso del genio, quien desde luego no era más que la protesta del burgués contra sí mismo y, en contadas ocasiones, una forma de crecer por encima de sí mismo. Antes, podía distinguirse al sacerdote del cocinero. A partir de aquel momento las fronteras comenzaron a desdibujarse. Fue como cuando se agujerean unos botes de pintura y los colores se derraman y se mezclan. O como cuando se tira el almuerzo a la basura. Cada Cual surgió en una época así, de desechos. En el hombre quedaba aún una pizca de carácter, pero más que nada en forma de adorno. Da igual quién es quién. Sostiene Cada Cual que el carácter no importa. Lo esencial es acertar con el cálculo. Los hombres se volvieron sustituibles. También las mujeres en la mayoría de los casos. Porque Cada Cual toma por esposa a Cada Cual. El matrimonio es homogéneo. Y la sociedad también. Y el Estado lo mismo. Solo el negocio debería ser diferente de los demás, pero al final también acaba siendo homogéneo.

Después de la Segunda Guerra Mundial, ese Cada Cual que se había esparcido por todo el mundo, también por Suecia y por Suiza, ya solo quedó embalsamado y, por lo demás, desapareció. Cada Cual era un fenómeno de las democracias; desdibujado y sin carácter, aun así existía; aunque no tuviese cara, sí poseía una caricatura. Todavía era capaz de sentir envidia y codicia, de ser intrigante y ladino, y podía temblar, aunque no tuviera la menor idea de lo que eso significaba; así y todo, aún decía: basta de hipocresías, seamos lo que somos. Es más, luego agregaba: esto ha sido siempre así en el curso de la historia. Porque Cada Cual era un esnob, se remitía a la historia, como auténtico burgués que era, y para ello necesitaba al genio. Cada Cual creía en el talento, por eso creó instituciones dedicadas a buscar talentos, en donde a los escultores los mandaban a ejercer de panaderos o al revés, porque en el fondo daba lo mismo. Después de la Segunda Guerra Mundial apareció aquel que no contaba. Era lo más estable. El hombre que surgió después de Cada Cual, es decir, Nadie, no es ya ni rostro, ni siquiera caricatura. A lo sumo, aunque muy de vez en cuando, un esbozo. Ya solo es un disfraz, un uniforme, el cual también solamente sirve de excusa. En la mayoría de los casos no es más que una insignia que lleva en el ojal, porque pertenece a un club de fútbol o a un partido. El hombre se tatúa, como hacen las gentes a las orillas del Congo. La numeración se justifica para poder distinguirlos, como en los campos de internamiento. Las mujeres se convierten en dibujos de revistas de moda, pero esto tampoco cuenta.

Antaño, las revistas de humor venían llenas de caricaturas de reyes y presidentes. Había gobernantes que coleccionaban los dibujos grotescos que los retrataban y se enorgullecían de ellos, pues los consideraban un síntoma de su popularidad. Y en parte así era. Los ministros de los que no se mofaban las revistas de humor se sentían ofendidos. En la era de Nadie no se dibujan caricaturas, pero no porque al poder le falte humor o pueda encarcelar al dibujante, sino porque los jefes de Estado y los ministros carecen, en el fondo, de rostro, son seres inexistentes, ni siquiera son máscaras ni imágenes contrahechas, ni siquiera cuentan, ni siquiera hay que olvidarlos porque nunca significaron nada. Una vez que se retiran sus nombres de los letreros de las calles se hunden en la inexistencia.

Se caracterizaba Cada Cual por el acuerdo. Con él se podía negociar. No mostraba resistencia en ninguna dirección, pero los precios eran más o menos fijos. Se vivía aún en la época del trepa. ¿Quién es el trepa? Alguien a quien se le puede oponer otro que no es que no sea un trepa, sino que se sitúa claramente al lado contrario. A este último, podemos denominarlo el hombre heroico. Para el hombre heroico, la ley de la necesidad es diferente que para los demás. Aunque resulte peculiar, ante él –y solo ante él– cede el hecho duro llamado realidad. Lo que a nosotros nos parece un muro de piedra, a él se le antoja una membrana flexible que puede tensar hasta donde sea preciso para los intereses de su intento. Las grandes acciones necesitan grandes lugares. Porque la realidad es ampliable. Tenemos los ejemplos de Heracles y de Gandhi. No es como el viaje, en donde uno se marcha de casa, el mundo se va abriendo, y cuanto más lejos vaya uno, más grandes serán las perspectivas. En el viaje, solo se van abriendo cortinas puestas una tras otra, porque es todo espectáculo, no libertad. En el destino heroico, en cambio, a cada paso se deshacen estratos enteros del ser; no aparecen otros paisajes como en los panoramas. Se despliegan posibilidades desconocidas, los héroes van desprendiendo capas, no basta con mirar desde la cubierta de un barco, siempre hay que hacer algo, transgredir algo para pasar a otro sitio donde es preciso volver a actuar, con consecuencias completamente desconocidas.

La vida heroica no es privilegio de Heracles. Los griegos llamaban y consideraban héroe al guerrero, al rey, al artista, al pensador, al médico. Y no solo al hombre que se rompía por una falta. Es héroe, dice Séneca, aquel a quien no se puede vencer; a lo sumo matar. El que consigue ser más fuerte que su destino al menos en los grandes momentos de su vida. El que hace realidad la grandeza, con independencia de que luego fracase o no en el intento.

La realidad tampoco es frontera última para el trepa. Sin embargo, no es roca como en la vida heroica, sino materia viscosa, algo así como el alquitrán. En ese pringue, el trepa no lucha con la realidad, sino que se instala dentro. La realidad tampoco vale para el trepa; la ignora. Las cosas pequeñas requieren lugares pequeños, lo justo para que quepan. Luego, si tiene éxito, se torna descarado y empieza a echar a los demás de sus sitios. Se aferra a las personas de las que espera algo.

Al héroe y al trepa los une la ambición; es decir, lo mismo que los separa. La ambición del héroe culmina en el sacrificio, lo cual significa que al final paga él y el precio es él. He aquí la nobleza de la vida heroica. Por eso es el héroe el hombre noble. Porque sacrificarse significa saber que existe algo que es más que vida y significa dar la vida por ese más. La vida heroica es una obra acabada aunque se rompa.

El trepa no se rompe, a lo sumo se pilla los dedos. Al trepa no se lo puede matar, a lo sumo pisotear. ¿Sacrificarse? Ni se le pasa por la cabeza. Pequeñas ventajas. Realpolitik. Cuanto más barato, mejor. Si tiene éxito, se torna insolente y no deja pasar la oportunidad de resaltar sus méritos. El trepa no tiene rango, por eso es imposible que sea o trágico o cómico. No es dramático y, esto es lo esencial, no conoce el conflicto. El trepa carece de un contrario, ni siquiera el deshonesto se presta, probablemente, a enfrentarse a él. No mira alrededor y no se percata de cuanto se dice sobre aquello que hace. Lo cual es tanto como decir que está por debajo de toda medida. Es el hombre que más se acerca a la insignificancia. Se va abriendo paso a fuerza de escarbar, lo cual es precisamente lo opuesto del avance heroico. La realidad del trepa también es ampliable, puesto que progresa tozudamente en la ciénaga, pero como está por debajo de toda medida, nunca se puede afirmar que se haya colmado. ¿Qué podría colmarse? Haga o diga lo que quiera, carece de significado; solo es un disgusto que la vida humana pueda usarse para algo así.

Desconoce Nadie la resistencia, de modo que en la era de Nadie ha desaparecido todo tipo de acuerdo. No hay nada a que renunciar. Por eso tampoco cabe el regateo. Han dejado de existir los conflictos. Antes suponía una dificultad elegir entre cometer un delito y recurrir a la artimaña. Después de la Segunda Guerra Mundial, el criminal resultó ser un carácter demasiado determinado, demasiado dramático para poder ser asumido. El verdadero crimen se volvió poco frecuente. Aun así, este tampoco comprometía a nadie; si se saldaba con un éxito, la gente lo envidiaba; si no, se encogía de hombros. Era torpe. Además, el drama en sí había dejado de existir, puesto que su conflicto significa fundamentalmente un esfuerzo por el bien. El lugar del drama fue ocupado por el escándalo. En el escándalo, el ser humano no fracasa, sino que se ensucia. El acontecimiento del drama es el esfuerzo; el del escándalo, el desenmascaramiento (freudismo). El centro del drama es el crimen; el del escándalo, la vergüenza.

En la era de Nadie, sin embargo, ya ni siquiera existe el escándalo, porque el hombre reside en la inmundicia. No cabe la vergüenza, porque todo el mundo está pringado de entrada. Lo curioso es que cuanto hicieron Mussolini o Hitler, aunque suponga una inmundicia abyecta, no provoque un escándalo espeluznante; que de cuanto ocurrió no resultara nada o, mejor dicho, resultara un agujero, un hoyo y un vacío, de los cuales no se desprende ninguna consecuencia; y que en la gente no quedara más que asco y espanto. Y esto vale mucho más para los epígonos de dictadores. Porque en la era de Nadie, conseguir y ejercer el poder no supone una particular dificultad. Como tampoco hacer carrera. Es una destreza que se adquiere de forma relativamente fácil y que puede describirse en los manuales con la misma exactitud que la fórmula para producir nitroglicerina. La carrera, la mejora de la posición, es un procedimiento metódico que el extravertido hombre moderno europeo utiliza como sistema de vida en lugar del yoga o de otros métodos espirituales. Porque solo importa lo exterior. Salir adelante. En interés de sus objetivos, el europeo también es capaz de ser ascético, porque nada se consigue sin autonegación, pero la renuncia no se produce por algo que sea más que la vida, sino por algo que es menos. En esto consiste la artimaña. Lo que el europeo consigue con su técnica para salir adelante no es la gloria, sino a lo sumo el éxito, no es la grandeza, sino a lo sumo la fama, no es la obra, sino a lo sumo el espectáculo. La carrera posee su receta. Su elemento más importante es, como bien sabemos, la desvergüenza. El descaro. Por eso llegó a ser poderoso, dictador, el desvergonzado, el policía, el espía, el jefe de oficina; la desvergüenza, o sea, el descaro es la condición previa para que alguien pueda desprenderse de su esencia humana.

¿A quién compromete? A nadie. De todas maneras, él mismo tampoco cuenta para sí mismo. Solo presta atención a la honestidad. Se caracteriza Nadie por su desconfianza a la honestidad. Únicamente cree en el engaño. En la época del Cada Cual, la honestidad resultaba cómica. Se reían de ella, no por su valor moral, sino porque significaba carácter y rostro y solidez, algo existente. Para Nadie, la honestidad es una estafa. Solo se la puede imaginar como una broma. En general, en la era de Nadie las cosas solo se toleran en forma de broma. Esta no es ni humor, ni sátira, ni ironía. La broma no se relaciona con lo ridículo, sino con la falta de seriedad. Es Nadie aquel que se pasa la vida bromeando. Lo importante es quitarle el filo a las cosas. Nombrar con palabras pequeñas las cosas grandes. Restarles importancia. La vida pública ya solo se entiende como broma. Y la vida privada todavía más. No es cómica, sino carente de seriedad. Es rol como la describen las revistas de humor. Por lo visto, hemos traído la nada de la cual fuimos creados.

No surgió Nadie porque el hombre fuera encogiéndose, reduciendo su extensión, se convirtiera luego en un punto y finalmente desapareciera. Lo cierto es que el ser humano se diluyó cada vez más, su sustancia se tornó rala, su figura se disgregó, se volvió más y más vacuo e inane. De hecho, ser Nadie equivale a insignificancia. No es que carezca de personalidad, de un yo, de actitud, de autoestima porque renunció en parte a todo esto y en parte lo perdió; el ser Nadie se produce donde tiene que haber alguien, pero no hay nadie. Y ello no se debe a una influencia externa. Nadie solo quiere vivir; y ya sabemos lo que entiende por eso.

Uno de los antepasados de Nadie es el personaje que, en la obra de Dostoievski, vive en la penumbra de las grandes ciudades, el habitante de las alcantarillas, el sucio asceta de la mediocridad, el oscuro santo de la vileza que va destruyendo desenfrenadamente cuanto en él podría ser humano; sin embargo, en él la mediocridad enrabietada es todavía gloriosa, contrariamente a lo que ocurrirá en quienes vendrán después, en los cuales el ensuciamiento es una convención evidente, se acepta y forma parte de la vida cotidiana como el baño matutino o la camisa planchada. El habitante de las alcantarillas es quien formula el concepto más importante del hombre europeo moderno: la realidad. La realidad es el concepto colectivo que reúne todos los fenómenos creados por la corrupción de la existencia; podemos decir que la realidad es la bazofia en la que vivimos. Para el habitante de las alcantarillas, sin embargo, esto supone todavía un descubrimiento triunfal, y se sonríe desesperado cuando se jacta de su existencia obscena y escupe a cuanto estúpido no esté dispuesto a admitirlo. Por aquel entonces nadie osaba pensar aún en la traición total. El habitante de las alcantarillas tampoco se atrevía a imaginar que el hombre degradado y convertido en nadie perdiera tan pronto su carácter demoníaco y se tornara no solo ordinario, sino alguien necesario y, es más, normal. Hoy, a buen seguro, se daría cuenta con el rostro enrojecido por la vergüenza de que había perdido su posición excepcional, puesto que su gran visión, la del ser reducido a la nulidad, se había convertido en algo generalizado. No era suficientemente humillable. No era suficientemente nadie. Se sentía orgulloso de poder sacar la lengua. Hoy en día tal cosa ya no existe. Ya no existe el escándalo. No existe el amor propio. Solo queda el juego, y a todos se los puede hacer desaparecer de un soplo.

El otro héroe de Nadie es el agitador. Porque el agitador no anuncia ningún programa ideológico, sino que inquieta y sacude a la gente al margen de cualquier tipo de programa, excita o, mejor dicho, provoca una excitación pura e instiga a la rebelión sin objetivo ni sentido. El agitador no comunica teorías o pensamientos, sino que despoja al hombre de su seguridad, es más, de su equilibrio e incluso de su paz. La tesis es tan solo un pretexto. No importa por qué se rebela el hombre, lo importante es que lo haga. El agitador no se cree lo que dice y, lo que es más peculiar, tampoco lo dice para que le crean, pero tampoco miente, ni engaña, no quiere estafar a nadie, sino que provoca la rabia, la envidia, la venganza y el derramamiento de sangre. ¿Por qué? Seguro que no por lo que dice. Por la intranquilidad, por la excitación, por la rebelión en sí, para generar revuelo y desorden, pero luego ni esto, tampoco excitación, nada.

Por cierto, Nadie, como intento masivo de resolver la existencia, nació de una urgencia social. La condición previa para hacer realidad a Nadie es que el hombre renuncie de forma voluntaria a su sustancia. Los pasos son los siguientes: mediocridad burguesa (adoración del talento, del genio), Cada Cual da lo mismo quién, artimaña, falta de sustancia, Nadie.

Es sabido que en el siglo pasado con la confusión y la desaparición de las castas desapareció, de hecho, la comunidad. Las estructuras sociales existentes eran sucedáneos de comunidad y a falta de esta una urgencia social había de hacer su aparición en el hombre. No podía sostenerse la arbitrariedad anárquica que representa el individualismo. Había que buscar la comunidad; la urgencia era acuciante. Cuando se producen carencias candentes en la historia, no queda tiempo para la reflexión tranquila. Se impone actuar de inmediato. Esta es, precisamente, la historia. Por eso, el nacionalismo, el socialismo, el fascismo y el comunismo son intentos urgentes y desesperados; no son existencialidad real, sino ficticia. Ninguno de ellos cuenta con el ser humano; solo ha de existir la colectividad. El ser humano no es nadie. Y el hombre lo asumió, seducido por la engañosa apariencia de una vida en común. Por supuesto, no se trataba de una elección, sino de una huida. No de la búsqueda de una protección natural, sino de una forma de ocultarse.

La colectividad propia de Nadie es el Estado total, así como el fundamento del Estado total es que el hombre no sea nadie. No mediocre, no carente de amor propio, no cualquiera, no mañoso, no ayuno de seriedad, sino nadie, el que no cuenta, no porque lo tengan por una nonada, sino porque él mismo se tiene por una nonada. Aun así, Nadie ha de aferrarse al totalitarismo, porque si este no existiera, no podría sobrevivir ni siquiera biológicamente. El Estado total al menos le miente, al menos lo explota, al menos lo interna y al menos le dice que en eso consiste el progreso.

No es Nadie quien crea el Estado total, así como no es el Estado total el que crea a Nadie. Ambos surgen al mismo tiempo del mismo aparato del que nacieron la burocracia moderna, la empresa industrial, la banca, el ejército, la tecnología y cuya base es la ciencia racionalista. Porque fue la ciencia la que creó el concepto de un aparato universal impersonal. El Estado moderno surgió de la idea científica de un funcionamiento universal total impersonal. Ser Nadie es lo mismo que vivir en el aparato. Esconderse en la organización, ir reduciendo la existencia a cambio de ínfimos placeres vitales mientras el hombre se vuelve imperceptible. Lo hace para conseguir algo a pesar de todo en el caso de que desee guardar y esconder algo. En la mayoría de los casos, sin embargo, ni siquiera se acerca. El dictador es la excepción. El dictador no es un gobernante, sino una de las funciones del aparato; si quisiera ser libre, el aparato lo descartaría en ese preciso momento. Se acabó la sociabilidad. Solo queda el aparato. De la misma manera, desapareció la individualidad y solo queda Nadie.

Dice Heidegger –y también, a la vez, Camus– que el período posterior a la Segunda Guerra Mundial se caracteriza por la no-paz y la no-guerra, por algo carente de rostro y de carácter. El hombre ya no sabe distinguir entre guerra y paz, como tampoco sabe distinguir la verdad de la mentira. De esto viven y abusan los Estados totales; la verdad y la mentira no importan. Las fronteras se desdibujan en la era del Cada Cual; en la de Nadie, desaparecen del todo. Solo queda el funcionamiento. En el funcionamiento, verdad y mentira van de la mano, igual que guerra y paz, sin distinción alguna. Se llama verdad lo que asegura la continuidad del funcionamiento en un momento determinado. Mañana será otra. Y pasado mañana meterán en la cárcel a quien la diga. Igual que en la ciencia tampoco existen las verdades, sino solo las probabilidades estadísticas.

El aparato tiene que funcionar. La diferencia entre verdad y mentira es algo anacrónico. No existen los problemas de la verdad, sino solo los administrativos y organizativos. Lo que llaman cientificidad no es más que la confirmación de la tesis de que el mundo es un aparato impersonal. Ahora bien, cuando la existencia humana se somete al aparato, el hombre pierde su sustancia. Nadie ni siquiera es malvado. Al principio era mañoso o carente de seriedad. Esto ocurrió cuando aún se oponía a la decencia y a la verdad, cuando, digamos, era todavía racionalista y ateo y gastaba bromas, porque esto era al menos idiotismo. Quien luego consideró que convenía sonreír ante actitudes como la firmeza o la seriedad se convirtió definitivamente en un hombre obsoleto. ¿Por qué? La mentira es un elemento más en la técnica del éxito. ¿Para qué darle mayor importancia? La base para tal juicio la proporcionó la objetividad científica.

Dice Kassner que la ciencia desembocará en una mentira de dimensiones colosales. Se equivoca. La ciencia partió de una mentira de dimensiones colosales; partió de que el universo es un aparato. Y Nadie es el habitante de ese aparato universal. Tal hecho, a su vez, no resulta ni trágico ni cómico, porque no contiene nada dramático, ni una pizca de escándalo, y ni siquiera es vergonzoso, como tampoco es una broma; es un mero hecho, nada más.


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