Cuenta Stefan Zweig que Vladimir Lenin se enteró de la revolucionaria defenestración del zarismo, ocurrida en febrero de 1917, leyendo en Zúrich la prensa suiza en compañía de su mujer, Nadia. Terminado su último wodka kaffee, supo que tenía que volver a Petrogrado a recobrar protagonismo y –el tiempo lo diría– acabar con aquella revolución para imponer la suya propia.

Después de un muy tortuoso viaje de ocho días a través de territorios en guerra, bajó del tren en la estación Finlandia de la capital del Imperio ruso y, según la versión “canónica” que luego echaron a rodar los bolcheviques, fue recibido con apoteosis por una multitud tan grande como nunca vista en el delta del Nevá. No deja de extrañar que no haya ningún registro fotográfico de ese magno evento, pero a aquellos expertos en propaganda se les olvidó llevar una cámara. Los reportes de la estación ferroviaria, no obstante, dejaron constancia de que ese día no ocurrió nada fuera de lo común, ni siquiera una gigantesca manifestación de proletarios exultantes.

Eso fue el 16 de abril de 1917, pero el guión habría de repetirse el 25 de octubre, durante la otra revolución, la de Lenin. El publicitado asalto al Palacio de Invierno, donde supuestamente las tropas revolucionarias libraron un intenso y extenso combate hasta desalojar a las fuerzas leales al Gobierno de transición, fue otra patraña marxista-leninista de la que tampoco hay registros. Tal vez la cosa no pasó de una corta escaramuza sin un solo tiro, a juzgar por la tranquilidad reinante en los alrededores, de la que sí hay referencias veraces y en medio de la cual los habitantes de Petrogrado siguieron con su vida habitual. La única narrativa heroica y magnificada de los hechos es la del periódico Pravda, por supuesto, órgano oficial de los asaltantes del palacio, y la de la iconografía que tiempo después comenzó a extenderse por el nuevo reino, el bolchevique, ensalzando en cuadros, afiches y murales la “gesta” de Lenin y sus partisanos.

Mentiras, distorsiones, manipulaciones como estas estuvieron siempre en la base de un suceso histórico sobre el que, al parecer, nunca habrá consenso: la Revolución rusa no fue, como lo han cacareado sus fanes desde hace un siglo, un movimiento reivindicativo de campesinos y obreros, sino un oportunista golpe de Estado fraguado en el CEN del partido bolchevique. A pesar de proclamar “¡Todo el poder para los sóviets!”, la verdad es que el líder de octubre y sus camaradas la emprendieron contra estos hasta voltear de facto la consigna y poner a “todos los sóviets bajo el poder central”.

Ni hablar del pobre campesinado, al que los golpistas de octubre le prometieron “Pan, paz y tierra”. Cualquier campesino que estuviera en posesión de algún pedazo de tierra era, técnicamente, un burguesito capitalista al que había que confiscarle, como en efecto ocurrió, el producto de su labor. A paso de vencedores, en tiempo récord se minó el campo, se desató una hambruna sin precedentes y la paz de la propaganda no tuvo siquiera tiempo de bosquejarse ante el lógico estallido de una guerra civil.

Y, desde luego, como ha ocurrido desde entonces con todos los totalitarismos revolucionarios, quienquiera que osara elevar un trino de crítica se convertía en el acto en “enemigo del pueblo”, que no del politburó, y los familiares y hasta vecinos de estos disidentes eran apresados bajo el cargo de “responsabilidad colectiva”.

El arte de engañar

Consciente y necesitado del poder persuasivo de la propaganda, Lenin no esperó para decretar el monopolio estatal sobre los medios de difusión y toda forma de publicidad. En poco tiempo, mientras el Gobierno comunista perseguía, encarcelaba o exterminaba con saña a los “enemigos del pueblo”, el vastísimo territorio de las repúblicas socialistas soviéticas se fue decorando con vallas y afiches que publicitaban las bondades de la revolución y mostraban al hombre nuevo –calidad bolchevique– triunfando en la tundra de la felicidad comunal.

El empaque visual y verbal de los mensajes era el mismo de la publicidad comercial presoviética. Con toda rapidez, los anuncios de tabaco, licores, cosméticos y demás decadencias burguesas cedieron su presencia a los carteles que mercadeaban el comunismo cual producto de consumo masivo y que, claro está, recordaban machaconamente los hitos revolucionarios, como aquella llegada “triunfal” de Lenin a Petrogrado desde su exilio suizo o la toma “gloriosa” del antiguo palacio invernal de los zares.

En pocas palabras, los comunistas rusos promocionaron su ideología con las mismas herramientas, mañas y artificios propios de un medio delusivo como la publicidad. De repente, a fuerza de colectivismo, prácticamente todas las aspiraciones personales posibles eran las que el poder central difundía –vendía– como sola y única opción de futuro. ¿El target de las campañas? Las masas de campesinos y obreros analfabetos, fáciles de manipular, que se supone eran el sustento de la llamada “conciencia social”.

No en balde Vladimir Lenin, mucho antes que el ministro de Propaganda de la Alemania nazi, el célebre Joseph Goebbels, dijo con persuasión: “Una mentira repetida muchas veces se convierte en una gran verdad”.


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