Leer es un verbo peligroso; por eso se prohíbe, se regula, se limita: el que lee, mata la auctoritas del que domina. Este artículo debería terminar aquí, tal como lo hace el comentario que colgué hace unos días en las redes sociales. La intención del comentario era que la gente meditara en torno a él mientras navegaba despreocupadamente; pero ahora quiero extenderme un poco más.

En ese instante glorioso en que nos enseñan a leer, muy temprano en la vida, sin avisarnos nos otorgan un instrumento de muy delicado uso. Quizá porque, parafraseando al poeta, la poesía es la más inocente de las acciones que se forma con el lenguaje, el más peligroso de los bienes. No es necesario que esas maestras que con amoroso cuidado nos introducen en la lectura (la mía fue una valiosísima mujer llamada Elena Rangel) nos atemoricen con el regalo que cada día nos hacen con cada vocal, cada sílaba y cada palabra que nos descubren hasta que somos capaces de formar oraciones completas y, a la larga, recitar inocente poesía: “La naranja de piel amarilla / dará un arbolito por cada semilla / ¡y cuántas naranjas se van a endulzar / en el cielo verde del gran naranjal!”. Este fue el primer poema que me aprendí de memoria, a los siete años: tal es la fuerza del amor cuando enseña, que perdura como la roca sobre la que se asientan las ciudades.

Hace muchos años, mientras estudiaba en la universidad, un profesor nos pidió que escogiéramos del diccionario una palabra que desconociéramos. Nos pusimos a la labor en búsqueda de la palabra más rara; para mí no fue demasiado difícil, se entiende, y de inmediato di con una palabra “rara”, aunque ya no recuerdo cuál fue. Supongo que nadie del grupo recuerda ya la suya, pero estoy seguro de que ninguno olvidará jamás la palabra que escogió uno de nuestros compañeros: “leer”. Su palabra rara fue esa que conocemos desde la infancia y quizá a causa de esto el profesor, que supondría que lo hacía para burlarse de él o como estrategia de sabotaje, montó en cólera y delante de todos le escupió hasta el mal del que se iba a morir. Muchos estuvimos de acuerdo con el regaño del profesor y durante un tiempo este pobre muchacho cargó con el estigma de ser el más tonto de la clase, pero nadie se dio cuenta –yo no– de que los tontos éramos los demás, incluido el admirado profesor, pues la palabra “leer” tiene la curiosa propiedad de que mientras más se usa, menos conocida es, más se nos oculta, más esquiva se torna. El verbo que abre un universo en nuestra infancia es la más rara de todas las palabras, con todo el derecho que le asiste ser la que describe al mundo.

La gente lee todos los días los mensajes y textos de sus teléfonos y demás dispositivos electrónicos; lee los carteles de las calles, a veces las noticias de los periódicos y los breves textos que aparecen en la televisión. Todos leen; pero muy pocos “leen”. La prisa, el ansia de acumular, la comodidad –oh, bendita ley del menor esfuerzo, qué has hecho con nosotros– y la simple pereza nos han convertido en una sociedad con casi el 100% de alfabetizados pero con una cifra igual de alta de gente que no “lee”. Y si no usas una habilidad, ¿para qué la quieres entonces?

El problema, me temo, es peor de lo que parece. El que deja que lean por él, que decidan qué va a leer y cómo lo va a leer, no es más que el siervo de otros que, habiendo leído a fondo, saben que no pueden dejar que sus subordinados conozcan su secreto. Pues este es el gran secreto: hay que leerlo todo, pensarlo todo, lentamente, sin prisas, dudar de todo sin pasiones, para poder luego formarse un juicio sustentado en un criterio más o menos confiable. Dudar y leer, dudar y leer, dudar y leer. Siempre.

Y hay que cambiar la imagen del verbo: leer no es un puente que te lleva a otros territorios; leer es un pozo que, como el que cava el elefante en la sabana, debe quedar siempre abierto para que otros puedan saciar su sed en él. Abrir un pozo y luego cerrarlo es el acto más despreciable del ser humano. Pero es verdad que leer es un verbo peligroso: peligroso para ellos, los que quieren dominar.


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