cultura woke
Foto Archivo

La última entrega de los Oscar tuvo el mérito de exponer en toda su dimensión la profunda crisis que está viviendo Hollywood. Esa crisis deriva de varios cambios tecnológicos en la industria del entretenimiento que hacen difícil su estabilidad tal como la conocíamos, pero también es consecuencia de algunas decisiones propias, como la inmersión apasionada y acrítica en la cultura «woke», llamada así por el «stay woke» de los primeros movimientos sociales que proponían estar alerta de los prejuicios raciales y la discriminación.

Con el tiempo, ese enfoque mutó en un excesivo culto a la victimización, al punto que hoy se la vincula directamente con la llamada cultura de la cancelación. Esta exige un manto de silencio inmediato sobre la vida y obra de quien haya traspasado algún tipo de límite moral o legal.

Volviendo a los cambios tecnológicos, lo cierto es que la irrupción de las plataformas para ver cine en los hogares, reforzada por los encierros derivados de la pandemia, modificó para siempre los hábitos de los consumidores. Los espectadores están en condiciones de poder ver películas con buena calidad de imagen y sonido sin necesidad de desplazarse por las ciudades, cada vez más congestionadas y caóticas.

Por un costo proporcionalmente mínimo, tienen la posibilidad de probar una película y dejarla a los cinco minutos sin culpa. No es igual la experiencia de quien paga una entrada para estar dos horas o más en una sala a oscuras. Esa alteración radical del compromiso del espectador con la obra, tiene consecuencias evidentes en el modo de producción. Desde el momento en que las grandes plataformas, como Netflix o Amazon, se decidieron a producir películas y series, el conflicto entre lo nuevo y lo viejo es inevitable.

Una de las consecuencias de esa irrupción de lo nuevo es la confirmación de una tendencia que la Academia mostraba en los últimos tiempos: la total desconexión con su legado. Uno de los momentos más esperados por los espectadores (por lo menos por los mayores) era el In Memoriam de los artistas fallecidos en el transcurso del último año: un homenaje que conectaba el entretenimiento con el duelo, el pasado con el presente. Ese espacio está cada vez más espectacularizado y menos atento a los que nos dejaron, habitualmente protagonistas de otra era.

Este año era perfecto para homenajear a uno de ellos: Peter Bogdanovich, Mejor Director en 1972 por La última película y una de las personas que mejor articuló la admiración a los viejos autores de Hollywood con el nuevo cine que emergía en los 60 y que explotó en la década del 70. Su imagen pasó desapercibida, mezclada en la multitud y aplastada por el ruidoso número musical que ahora gana protagonismo en ese segmento.

Una labor problemática

Por otra parte, la inmersión en la cultura woke, con su exaltación y búsqueda continua de víctimas, también acentuó una tendencia autocomplaciente y bienpensante de las ceremonias anteriores hasta llevarlo a un lugar de sofocación total. El miedo a que algún colectivo se manifieste ofendido fue tan grande que la labor de los comediantes que hacían de anfitrión es cada vez más problemática, al punto tal que en algunas ceremonias directamente se prescindió de ese rol.

Hacer humor es exponer de una manera farsesca la condición humana, eventualmente la del propio humorista. En la era en que todos enarbolan la condición de ofendido y se persigue sistemáticamente al ofensor, la labor del humorista es extremadamente complicada. Durante las cortes medievales, la función del bufón era la de decir lo que otros no podían decir. Actualmente, estamos eliminando el papel del bufón, es decir, no permitimos que ya nadie diga «lo que no se puede decir».

El episodio de Chris Rock y Will Smith puso en el tapete nuevamente ese papel arrinconado del anfitrión humorista. El contexto se hizo conocido rápidamente: la enfermedad de la mujer de Will Smith y el chiste rápido y superficial de Chris Rock.

Que la reacción haya sido pública, inmediata y violenta tuvo el mérito de sacudir al espectador adormilado. También expuso lo permitido y lo no permitido. La violencia física de Will Smith fue perdonada casi instantáneamente. El actor recibió su propio galardón y pidió disculpas a todos, excepto a quien había sido golpeado. Eso lo hizo bastante tiempo después, y a través de un posteo en Instagram.

Quedaba claro que la sociedad de artistas consideraba peor un chiste que un golpe. Quedaba claro también que la violencia permitida sólo podía ejercerse por un hombre de una determinada raza con otro de la misma raza. Es decir, un negro con un negro, un blanco con otro blanco. Cualquier otra combinación habría determinado la exclusión automática del agresor.

Queda para resaltar, finalmente, la actitud de Chris Rock. El comediante no sólo no contestó el golpe, algo que hasta el cuerpo instintivamente pide, sino que decidió no levantar ningún cargo contra el actor. Entendió que era un gaje del oficio y que la vida continúa. Ojalá todos aprendamos de él y no de Will Smith.

Por Gustavo Noriega


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