Conversar con Héctor Padula sobre su labor fotográfica es una experiencia que trasciende las texturas de la imagen para desplazarse hacia los albores de la fotografía como un espacio de reconocimiento ante lo desconocido. No existe en su caso el apego a los logros particulares de la foto autoral o la fijación sobre la trascendencia de una imagen como estructura vibrante de competencia creativa; el cuerpo fotográfico de Padula es sin lugar a dudas el ancla que le ayudó a sobrevivir a una aventura que lo desestabilizó desde todos los ángulos probables: la inmersión de una humanidad en la otredad que vibra desde los inexplorados territorios del Sur del país; contingencia que derivó en un campo visual inédito donde la ingenuidad del afuera poco a poco se fue convirtiendo en la epidermis sustancial de la propia existencia.

―¿Cuánto tiempo estuviste allí?

“La primera vez estuve viajando en períodos repetidos, desde el año 1984 hasta que finalmente en el año 1986 creamos el proyecto de salud Médicos de la selva, el Programa Parima Culebra, y nos establecimos allá. Todo comenzó en la Universidad Central de Venezuela con varias incursiones relacionadas con campañas de vacunación para el Alto Orinoco. En esos primeros viajes quedé muy motivado, apasionado con aquel sitio pero también frustrado, porque como futuro médico me di cuenta de que si nadie hacía algo por esa gente, ellos iban a morir, y si yo no hacía algo para solucionarlo, pues entonces era cómplice de esas muertes. Allí había comunidades que tenían niños de uno, dos y tres años, pero de pronto saltaban a niños de nueve años. ¿Y dónde están los niños de tres a nueve? Pues morían. Epidemias de sarampión, de paludismo, de cualquier cosa. Al principio fuimos varias veces a vacunar, íbamos en helicóptero, nos bajábamos, agarrábamos a cuatro carajitos que corrían y los inyectábamos… Sin embargo, siempre me quedaba esa sensación de todo lo que faltaba por hacer y que no estaba en los libros. Así fui palpando esa realidad, adentrándome sin querer…”.

En este punto comenzó a movilizarse todo. Una conversación con los compañeros en el cafetín de la Universidad develó las noches en vela y la sensación compartida de que había una tarea que debían llevar a cabo y que no se estaba haciendo. La necesidad de ser útil en ese espacio abandonado se posesionó del joven médico como un llamado inevitable. La tarea no era sencilla; en aquel territorio de lo otro no existía un orden preestablecido que estuviera dispuesto a recibirlos. En la selva no había nada conocido, nada que los estuviera esperando. Los pasos debían seguir el incierto camino de la noche, los desconocidos linderos de una sombra que navegaba por entre los vericuetos de la intuición. Y como toda necesidad anclada en el arrojo de las circunstancias, ese día llegó.

“Yo descubrí que la Universidad tenía un área que se llamaba Proyecto Amazonas. Esa mañana estábamos todos los médicos que nos titularíamos en el año 85 en una reunión. El coordinador comenzó a ofertar las plazas disponibles para el rural: Higuerote, Río Chico, La Sabana… Cuando dijeron Amazonas, nadie se postuló. Ileana Merino, Carlos Ponte y yo nos miramos. Levanté la mano, la levantaron también ellos y se sumaron nuestros amigos más cercanos. Ese fue el primer grupo que partió hacia Puerto Ayacucho para una pasantía rural antes de graduarnos”.

―¿Pero cómo fue el proceso? ¿Ustedes se iban solos buscando insumos o la Universidad les facilitó algún apoyo?

“El proyecto Amazonas de la UCV te asignaba las medicaturas en San Fernando de Atabapo, Maroa, San Juan de Manapiare y San Carlos de Río Negro. Te las ponía a la orden. Eran medicaturas rurales típicas. Yo me fui a San Juan de Manapiare con Ileana Merino. Cuando llegamos, el médico que estaba allí no nos dejó prácticamente bajar del avión y se llevó a mi compañera desde la pista de aterrizaje; se fueron a una penetración por un río durante seis, siete días, quizás más. Para mí fue un impacto llegar con una persona conocida y quedarme de pronto solo en ese pueblo… Me pregunté ‘¿y ahora qué hago yo aquí?’. Esa tarde me fui con mi morralito hasta la medicatura. Y esa misma noche, de madrugada, tocaron la puerta de la habitación interna donde dormía. Era el enfermero, quien venía a notificarme que había un parto.

Fui a atenderlo con todo el miedo del mundo. No me había graduado de médico aún, estaba en mi pre-rural y este era el primer acto médico donde nadie me estaba supervisando. Me temblaba todo el cuerpo. Era de madrugada y llovía… Se sentían todos los ruidos que pueden existir en la selva. Recuerdo con mucha fuerza cuando me cegó la luz blanca fluorescente de la medicatura. Era como un rayo en aquellos pasos de oscuridad. Atendí el parto con cierta desesperación. Salió el niño bajo la incandescencia y cerré la herida de la episiotomía. Pero de pronto el enfermero me dijo: ‘¿Y el otro?’. Era un parto gemelar. Para mi asombro, tuve que empezar de nuevo, temeroso y perdido por no haber auscultado a tiempo para darme cuenta de que habían dos latidos. Para colmo, el segundo bebé estaba mal colocado y tuve que hacer una maniobra muy complicada que es darle una especie de vuelta de canela para que se reorganice y quede la cabeza en su sitio. Repasé en mi mente todos los libros, todos los exámenes que había hecho en mi vida bajo la mirada un poco preocupante del enfermero, quien con toda seguridad había atendido más partos que yo; y poco a poco, en aquella soledad inmensa, lo logré. Ese episodio marcó mi viaje, fue mi inicio en la selva…”.

Además del parto en aquella cerrada hora de la noche y el resplandor de la luz de la medicatura, otros episodios fueron construyendo los caminos de la imagen. Surgió ante sus ojos la evidencia de que había una proporción distinta de contrapesos y simetrías, un lugar desconocido donde todo podía funcionar de otra manera. En esta estructura insospechada de elementos con un nuevo equilibrio, aparecían como si nada los gatos que duermen arriba de los perros, los días y las tardes sin nombre, los entendimientos que evolucionan sin la palabra; era el cambio definitivo y completo de todos los paradigmas conocidos.

“Después del parto, sucedió algo con respecto a la fotografía. Esa noche me quedé en la medicatura cuidando a los niños y a la madre. Pero a golpe de cinco y media de la mañana empezó a oler a café; mis ojos se conectaron con la luz, estaba amaneciendo. Me vi abrumado por esa conmoción que generan las nubes cuando nacen en la selva; empiezas a ver una neblina, la humedad sale del suelo y se entrelaza un poco con la vegetación; cuando ves los primeros rayos del sol te encuentras con el nacimiento de la nube a través de la luz… Esto me produjo la necesidad de comenzar a registrar imágenes a partir de aquella atmósfera que viví en ese intenso primer día. Así fue el nacimiento no solo de aquellos bebés a los que había asistido, sino de la fotografía para mí; porque la fotografía no se inició en el Amazonas como un arte o una distracción, la fotografía fue una necesidad obligatoria que surgió para no olvidar. No era un elemento netamente artístico; yo tenía que buscar cada ángulo, cada destello, cada indicio de lo vivido para que mi memoria estuviera siempre alimentada por esas imágenes. Por eso fue muy importante encontrar la iluminación ideal, el elemento donde rebotaba la claridad, los contrastes que detonaban la dureza o la levedad del momento… lo que quería era no olvidar todo aquello que estaba viendo”.

San Juan de Manapiare fue la primera etapa, la del enamoramiento frente a los surrealismos de un espacio de extraños intercambios, que en palabras del propio Padula aunque era siempre inexplicable, era. El pueblo tenía una calle, un carro, una medicatura, un abasto y una emisora de radio que era una estructura enorme en medio de la selva. Allí afloraron las dicotomías de lo vivido, el aprendizaje de la lengua, el cura de quien se comentaba que le compraba oro a los indígenas, la monja coja a la que le habían dado un tiro en una pierna y que lo desmeritaba constantemente porque ella era antes la encargada de la salud; y fue ella, ni más ni menos, la que sonsacó a los locales para que cuando él les pidiera una pequeña muestra de heces para los exámenes médicos, llegaran con frascos y empaques repletos de excrementos.

Fue el tiempo de entender ese nuevo tiempo, cuando se sumaron a lo vivido los contrastes de varios episodios sucedidos en otras comunidades. Mientras conversamos, en la memoria del médico aflora aquella noche en Ocamo cuando constató, un poco inquieto, que los indígenas veían por enésima vez la película Tiburón. Al interpelar al cura salesiano que se las mostraba, él explicó que había que ponerles todos los días la misma cinta para que la vieran completa, porque ellos se quedaban tan solo con una imagen. Al día siguiente, sin angustias y sin prisas, los pacientes espectadores capturaban la imagen sucesiva, que tenía una relación directa con la anterior, y así hasta el infinito.

También recuerda los dilatados lapsos de los guardias nacionales sin uniforme que jugaban bolas criollas en Manapiare, y cómo no recordar al inquietante locutor de La voz del sur, una delgada silueta que conversaba en su cabina repleta de discos de acetato y carpetas de mensajes en diferentes lenguas indígenas que solo entendían los casi selectos miembros que en aquella aridez podían tener un equipo. Sobre el recinto radial en medio de la nada también aparecía constante el fulgor del rayo, la incandescencia que seguía persiguiendo al médico y que caía sobre las solitarias y vibrantes antenas de trasmisión.

“En San Juan de Manapiare estuve diez semanas y luego regresé a Caracas. Ya había terminado mis pasantías. Es entonces cuando decido no hacer el rural, es decir, no hacer el internado, sino irme a hacer un proyecto de largo alcance. Si antes me había hecho falta volver luego de la campaña de vacunación, ahora era mucho más profundo. Mi papá, que era médico en el Centro Médico de Caracas y al que yo ayudaba en algunas operaciones, me dijo un día que había una charla en la sociedad médica del doctor Kenneth Gibson, quien hablaría sobre su experiencia en el Amazonas. Cuando me senté en el auditorio vi que aquel individuo había hecho lo que yo no me atrevía a hacer: dejar la seguridad de un internado en el Hospital Universitario de Caracas a cambio de adentrarse en la selva para ejercer la medicina allá. Lo que más me impresionó fue que presentó una secuencia de grandes fotos. Allí estaba otra vez el elemento fotográfico que venía a halarme, ese mandato de capturar lo vivido para no olvidar. Salí de la charla embebido por la última imagen en blanco y negro que este hombre mostró: él estaba de espaldas caminando por un sendero, metiéndose en la selva… y toda la selva estaba allí, sobre él, dentro de él…”.

Fue con precisión este sendero el camino definitivo que Padula decidió tomar, herido por la fotografía, subyugado ante los vericuetos de la imagen. La ocasión no era regresar al entorno medianamente seguro de Manapiare. Ahora el timón se dirigía a la inmersión en la médula de lo insondable. Así se levantó ante su mirada el Alto Orinoco y su vastedad imponente. Las semanas pasaron, los médicos se juntaron y el plan cristalizó. El proyecto era arrancar cinco medicaturas que tenían que cubrir siete médicos, los cuales se intercambiarían de una medicatura a otra para conocer todo lo que estaba pasando en un espacio de ciento veinte mil kilómetros cuadrados. Querían llegar al lugar donde no había nada, al pulso tan silente como delirante de la tormenta.

“Yo era un muchacho todavía. Lo cierto es que, para hacerte el cuento corto, cuando llegamos a Puerto Ayacucho a buscar las cosas que nos habían prometido varias fundaciones, no había nada. Eran puros cachivaches y el bote se había hundido cuatro años antes, unos farsantes. Al Alto Orinoco llegamos en un avión Hércules de la Fuerza Aérea que me costó mucho conseguir, con ese tema nos ayudó el Dr. Carmelo Lauría, quien era ministro de la Secretaría de la Presidencia, y también nos consiguió una buena cantidad de insumos necesarios para poder arrancar las cinco medicaturas que teníamos que cubrir los siete médicos. Nos fuimos sin la debida autorización del Ministerio de Sanidad, eso nos trajo algunos inconvenientes que logramos sortear a futuro”.

―¿Cómo fue ese inicio…?

“Hay un recuerdo muy especial que llevo conmigo. Fue el día que nos bajamos del avión Hércules. Allí estábamos los siete médicos de la selva sobre la pista de Ocamo. Los indígenas se asustan al principio cuando llega un avión, sobre todo si es grande; pero después van saliendo y empiezan a curucutear tus cosas. Ese era el primer contacto que teníamos con los yanomamis. El piloto del Hércules, el capitán Rubén Alvarado, hoy en día ya retirado, me dijo: ‘Doctorcito, ¿usted está seguro de que quiere quedarse aquí?’. Yo le respondí que sí… pero era un sí queriendo decir que no. Los compañeros me veían, no teníamos dónde dormir, era selva pura… estaba el shabono yanomami a lo lejos, pero no había nada más.

Entonces aquel hombre nos miró un rato y abrió un compartimiento que tenía el avión cerca de las ruedas. De allí sacó un maletín y una bandera pequeña de Venezuela. Nos dio la bandera y dijo: ‘¿Me permiten que les haga un vuelo rasante en honor a ustedes?’. Nos pusimos al final de la pista. El avión despegó y cuando pasó por encima vimos los cuatro motores con las estelas de humo saliendo, nos sentimos muy honrados. No obstante, mientras el avión se alejaba en el horizonte, sentí que me estaba despidiendo de todo lo conocido. El ruido se quedó en el aire por una hora; después, solo quedó el silencio”.

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La entrevista completa está incluida en:

IPA WAYUMI. Fotografías: Héctor Padula. Textos: Lorena González Inneco. Curaduría: Vasco Szinetar. Diseño: Kataliñ Alava. Caracas: Editorial Lakava, 2017.

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A partir del próximo domingo 25 de febrero, SPAZIOZERO Galería estará presentando la muestra titulada IPA WAYUMI y otros relatos, una selección de ochenta fotografías de Héctor Padula pertenecientes a su trabajo fotográfico.


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