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Elisa Lerner / Vasco Szinetar ©

A los 90 años de edad Elisa Lerner dice sentirse contenta de ser una escritora venezolana “en medio de claridades y menos claridades”.

Para ella, la felicidad es como una mariposa que vuela alto y rápido. Destaca de su vida actual la posibilidad de seguir escribiendo, leyendo, de ver a su sobrina nieta que está en el país y de recibir visitas de poetas “maravillosos y nobilísimos”.

Se niega a hacer un balance a sus 90 años, aunque advierte que sabe “que las aguas del tiempo no son unánimes”.

Galardonada en 1999 con el Premio Nacional de Literatura y autora de un vasto legado entre la novela, la crónica, el ensayo y el teatro, Lerner publicó recientemente el título Sin orden ni concierto. Homenaje pospuesto a Virginia Woolf (Fundación para la Cultura Urbana, 2022), una compilación de textos cortos en los que personajes que van desde periodistas hasta ginecólogos reflexionan sobre la vida, la historia, la política, el tiempo, la juventud, la libertad y la escritura, entre otros temas.

Lerner considera que los personajes de sus libros son como botones que le parecieron bonitos para coserlos a un vestido. “Quizá al coser, la aguja pincha un poco. Pero una siempre va en búsqueda de la rosa, de la belleza”, dijo en esta entrevista que respondió por correo electrónico.

—Hay en Sin orden ni concierto pequeñas crónicas o historias de momentos que son como una fotografía, comentarios cómicos acerca de asuntos rutinarios como la salud, reflexiones alrededor de la escritura, entre otros. ¿Cuánto tiempo le tomó escribir estos textos?

—No lo recuerdo. Quizás cerca de dos años.

—Puedo imaginarla, por ejemplo, sentada en una plaza observando, como una dibujante, todo lo que ocurre y, sobre todo, escuchando mientras anota en una libreta, hasta lograr acumular una cantidad enorme de textos. ¿Qué opina?

—No. Escribo desde la soledad. La soledad es el palacio más fantástico.

—¿Muchos textos de Sin orden ni concierto quedaron por fuera? ¿Cuál fue el criterio de selección?

—No me dejé llevar por selección alguna. No soy tan razonable.

—Considero que hay que destacar de este libro la estructura repetida de cada texto. Me refiero a la atribución de las expresiones a distintos personajes, por mencionar algunos: una antigua reina de belleza, un geógrafo, un novelista excelente, un economista, una vecina, y muchos más. ¿Cómo nacen estos personajes?

—No sabría decirle. Son como botones que a una le parecen bonitos y los cose al vestido. Quizá al coser, la aguja pincha un poco. Pero una siempre va en búsqueda de la rosa, de la belleza.

—Son personajes que uno puede encontrar en sus crónicas, como por ejemplo en “Armando Manzanero: la ilusión de una virilidad latinoamericana amorosa y protectora”, en la que indica que el canto de Manzanero “abarca solo el amoroso deseo de un hombre suburbano”. Es decir, personajes, algunos, no todos, anónimos. ¿Por qué su interés por ellos?

—Lamento disentir de usted. No recuerdo a alguno que tenga semejanzas con Manzanero. Manzanero acaso fue un episodio afortunado y casual en una crónica. Desde entonces ha corrido mucha agua. Agua oscura de la historia. Los personajes son otros.

—En junio cumplió sus 90 años y todavía hay gente que la lee y cita. ¿Se siente satisfecha con la vida?

—La palabra “satisfecha” creo no sería la adecuada. Sería como decir, “la esposa satisfecha”. Sí podría decirle que les debo muchísimo a mis padres, a mi hermana, a mis sobrinas, a mis amigos. Estoy contenta de ser una escritora venezolana en medio de claridades y menos claridades.

—De sus proyectos: ¿considera que hay algo que esté pendiente?

—A mi aire siempre escribo un poco. Estoy por terminar un libro en el que he puesto ilusión y detalle.

—Entre la novela, el cuento, el ensayo, el teatro y la crónica, ¿con cuál o cuáles géneros se queda? ¿Hay, quizás, alguno con el que se sienta más cómoda?

—Lo de los géneros déjelo a los editores y algunos escritores superventas que no son, precisamente, unos James Joyce. Solo me importa la página bien escrita.

—Hay quienes hacen balance cuando llegan a una década. ¿Lo ha hecho a los 90 años? ¿Lo hizo a los 80?

—No soy una contabilista. Claro está, sé que las aguas del tiempo no son unánimes.

—¿Cómo percibe al país ahora? ¿Se atrevería a hacer una comparación entre los tiempos de su juventud y la actualidad?

—Tampoco soy historiadora. Creo sí que cuando hay hombres ilustrados a cargo de la cosa pública hay más compasión en el corazón a la hora de gobernar y de  tomar decisiones. Un percance feliz hizo que a los 18 añitos conociera a Leonardo Ruiz Pineda.  Recuerdo de él un hombre por demás sencillo, afable que leía bellos libros.

—¿Se siente feliz?

—La felicidad es una mariposa que vuela alto y muy rápido. No se le pueden distinguir los colores con claridad. Pero, por supuesto, soy feliz, una que desde muy, muy joven ha estado amenazada de seria ceguera, el glaucoma no es una bagatela, cuando escribo, leo algún libro espléndido, veo a mi sobrinita nieta de aquí, recibo noticias de mi sobrina de Boston, visitas de poetas maravillosos y nobilísimos. Y, bueno, esos fragmentos de pieza de teatro que la escritora Milagros Socorro puso en acción con la seria enjundia de una Juana Sujo es, asimismo, para tenerme contenta.

—¿Le teme a la muerte?

—Parte de una ya se ha ido en los entrañables amigos que ya no están y que recuerdo en alguna de mis frases. Trato de entretener el justificado temor escribiendo un poco. La muerte es esa batalla en la que todos perdemos.

—¿Hay un libro que le hubiera gustado escribir?

No terminé mi primera novela, Un domicilio antes del viaje, pese a las grandes esperanzas que había puesto en ella Emir Rodríguez Monegal. Algo que siempre pesará en mí.


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