Eduardo Sánchez Rugeles
Eduardo Sánchez Rugeles, residenciado en Madrid, ya prepara su próxima obra | Foto Vasco Szinetar

Para el escritor Eduardo Sánchez Rugeles el confinamiento fue un cambio de rutina. De escribir en las mañanas, mientras su hijo estaba en el colegio, pasó a escribir de madrugada, antes de que el niño despertara. También fue un momento donde releyó a los clásicos: Dostoyevski y Tolstói estuvieron constantemente sobre su mesa. A la vez, la pandemia también le brindó la oportunidad de alejarse de las estructuras tradicionales y aventurarse con las nuevas tecnologías con el lanzamiento de su séptimo libro, El síndrome de Lisboa.

Un meteorito desapareció a Portugal del mapa. En Caracas no se sabe mucho de la catástrofe, el Sebin bloqueó el acceso a Internet. La incertidumbre se hace presente entre una población que ya lleva su propio desasosiego por la escasez, la falta de servicios públicos, las muertes y la represión diaria a los estudiantes que día a día protestan por un cambio en el país. En medio de esto un profesor de bachillerato, Fernando Morales, da clases de literatura e Historia del arte y dirige un teatro llamado La Sibila, donde incentiva a sus estudiantes, mientras que su propia vida personal, al igual que el país, se cae a pedazos.

Como una sinfonía, los capítulos del libro se dividen en movimientos: Obertura, Allegro, Scherzo, Adagio y Réquiem. En cada uno se entretejen las fuentes de las que bebió Sánchez Rugeles para crear la trama: noticias sobre meteoritos que le llamaron la atención desde 2013, literatura portuguesa de la que se declara admirador y las protestas de 2017 contra el régimen de Nicolás Maduro.

Ya en enero de 2019 el libro estaba listo para las puertas de las editoriales. Pero luego de mucha espera, se topó con la pandemia del covid-19, que cambió los hábitos de consumo cultural, donde la música, el teatro y la literatura están a un clic de distancia. Y es entonces cuando su autor toma la decisión de publicar en e-book, pese a que no se lleva tan bien con las pantallas. “Esto que estoy haciendo es una profunda paradoja, podría lindar con la hipocresía, pero no es un tema moral, es un tema de hábito y de vista; a mí se me cansa mucho la vista con las pantallas y no estoy acostumbrado a leer de esa forma”, dice Sánchez Rugeles desde Madrid, donde vive desde 2007.

Agrega: “Pero reconozco, y lo he visto por los hábitos de consumo, que hay un público lector de e-book cada vez más amplio y creo que es un target que hay que explorar”.

No solo estará disponible en ese formato, sino que la historia explorará con muchos otros. Se convertirá en la ópera prima de Rodrigo Michelangeli, quien fue director de fotografía de La soledad (2016) y La fortaleza (2020), de Jorge Thielem. El proceso de adaptación lo compartirán a través de Instagram Live y un podcast que realizarán juntos el realizador y el escritor. El universo transmedia lo completan escenas ilustradas y las redes sociales de los personajes.

“Es un diálogo con los lectores y con los espectadores que van a ser testigos de cómo dos creadores comienzan a sacar adelante una película. Yo tengo los precedentes de Dirección opuesta (2020) y Jezabel. Me pasa que mucha gente me dice ‘¿y la película pa’ cuando?’ y bueno, eso no es así. Es un proceso lento, cuesta arriba, hay que levantar fondos, hacer una coproducción. En este caso, nos interesa compartir el recorrido con el lector y puede ser muy interesante. ¿Qué podemos fracasar? Por supuesto. Pero también puede salir bien. Es una aventura”.

Foto de portada: Amaia Kintana | Diseño gráfico de portada: Ruben Fariñas

—Su último libro 26. Vida de Luis Alberto (2018) es la biografía de un joven que falleció en las protestas. Ahora, El síndrome de Lisboa pudiera ser un homenaje. Incluso está dedicado «a los caídos». ¿Hay conexión en estas dos obras? ¿Fue 26 el punto de partida de El síndrome de Lisboa?

—No diría que fue un punto de partida, pero sí hay una conexión entre ambos trabajos. Sin duda al hacer 26, al recrear el fallecimiento de Luis Machado, tuve que documentarme muchísimo, acercarme a las protestas en ese momento, tener testimonios de la gente que estaba en la marcha, que sufrió, fue perseguida, que cruzó El Guaire a nado, que pasaron todas esas cosas terribles, que ocurrieron en ese momento.Hay un hilo, una conexión entre ambos textos. Pero no fue el punto de partida, las influencias del síndrome fueron varias.

—¿Por qué “El Síndrome de Lisboa”?

—Así lo describe uno de los chicos de la historia, Jeanco, un estudiante de Fernando, con profunda desazón, tristeza, desasosiego. Ha pasado ya el cataclismo de Lisboa y este chico reconoce que su generación, que le toco convivir con ese fenómeno, padece algo que es el ‘síndrome de Lisboa’, que es la sensación de que, en cualquier momento, todo se acaba. El mundo llegaré a su fin y no vale la pena hacer nada porque estamos destinados a perecer en un corto plazo.

—¿Hay algo de usted en el personaje principal, Fernando Morales, también profesor?

—Probablemente, mi yo docente abandonado. Hace ya muchos años que no doy clase, pero es algo que realicé con mucho gusto, con mucho cariño y quizás lo abordé en Blue Label/Etiqueta Azul, pero desde un lado estudiantil, poniéndome en el lugar de los chicos. Nunca le había dado la palabra literariamente a un profesor y ahora lo hago a través de Fernando.Él es profesor en varios colegios, en el Fray Luis de León, en el Santo Tomas de Villanueva, y en Promesas Patrias, que es el colegio en el que yo estudié en bachillerato.

No sé qué fue del Promesas, no sé cuál es su situación actual, pero hace un par de años leí que iban a cerrarlo o solo cerrar la parte de primaria por falta de presupuesto, por todas las dificultades sociopolíticas que había. Quise hacerle una especie de homenaje a mi colegio, ofreciéndole una locación en esta historia.

—La juventud venezolana es un tema recurrente en su obra ¿Qué le mueve de ellos para escribir? ¿qué le parece interesante? Es, sin duda, una generación a la que se le ha quitado mucho.

—Yo no diría que se le ha quitado, se ha hecho el esfuerzo brutal y descarnado por arrebatárselas; sin embargo, esa esperanza y esos sueños y esas búsquedas persisten, y eso se percibe en esos chicos que salieron y que salen en la calle, a pesar de que las condiciones actuales no permiten que el movimiento esté tan cohesionado; pero la juventud está ahí y yo creo que eso es admirable, tiene un gran valor. Quizá, porque ese valor me parezca ejemplar, quisiera dedicarles un trabajo. Un gesto literario o estético.

Soy un tipo sumamente retraído, encerrado, solitario, muy de mi espacio; no soy un tipo de acción. Y eso en el contexto venezolano siempre me ha generado mucho complejo, porque me siento con el deber moral de hacer más, de actuar más. Yo no soy de ir a concentraciones, ni de escribir pancartas, ni estas cosas. No sé, no me da el cuerpo, en eso también me parezco a Fernando. Me genera un disgusto ético y para saldar y compensar un poco mi pasotismo, hago este tipo de obras donde le doy la palabra a estos chicos y trato de enaltecer su legado. Yo creo que El síndrome de Lisboa es mi novela más comprometida con Venezuela, la que emocional y profesionalmente está más casada con la causa libertaria y eso me genera una gran satisfacción, y en esa causa la juventud tiene una participación estelar, de ahí la dedicatoria.

—Novelas como Blue Label, Liubliana, hasta Jezabel y El síndrome de Lisboa reparan en lo identitario, en reflexiones en torno al ‘qué somos’. Para Eugenia es viveza criolla insoportable. Fernando narra, en una escena, en la que se desarrolla una protesta y el hotel Aladdin se quema: «Una pareja fornicaba en el rellano de las escaleras de caracol (…) Nadie les prestaba atención, su patetismo era una lúcida metáfora de nuestro gentilicio: la brevedad del goce era más estimulante que la posibilidad de salvarse». ¿Es tu percepción del venezolano?

—Yo no me siento cómodo respondiendo de una manera unilateral a la pregunta qué somos, porque creo que es una respuesta con trampa. Somos múltiples, diversos, diferentes. Desconfío de aquel que diga que el venezolano es de tal o cual manera. Ese tipo de visión tan homogénea, tan clara, tan rigurosa, a mí no me interesa. Creo que somos una sociedad muy distinta con una diversidad muy asombrosa. Lo interesante es identificar los rasgos en común, las búsquedas comunes, pero eso es una búsqueda, un trabajo. No creo en las esencias de la venezolanidad.

—La narración de la novela es distópica. ¿Qué tanto ha influido esta corriente literaria en su carrera? Sus libros anteriores no son así.

—Es curioso. Tienes razón, coincido. Lo de la distopía es una trampa, para quizás cautivar al lector. Esta estrategia ya yo la hice en Liubliana, pero con el thriller. Yo arranco Liubliana dándole a entender al lector que esta novela va sobre la solución de un crimen, y luego te muestro que no, que es una historia de amor, y el thriller solo fue un gancho. Creo que aquí funciona de la misma manera. Si bien Lisboa desaparece por un cataclismo y eso te lo digo desde el inicio, la novela transcurre con un método realista, con el que he trabajado en otras historias y no hay ningún tipo de fantasía, de gesto o artificio de ciencia ficción, o códigos de la novela distópica como las de George Orwell o Margaret Atwood.

No creo que El síndrome de Lisboa se parezca a esos modelos, porque la novela tiene un tono hiperrealista de la Venezuela contemporánea y la distopía es una excusa para darle un envoltorio más atractivo para el lector.

—Uno de los personajes, el Sr. Moreira, le dice a Fernando: «Una vez al año nos enviaba una caja con libros, autores desconocidos en español, con los que Agustina y yo manteníamos el taller de lectura y nuestro inagotable amor por la tierra portuguesa”. Es una manera de mantener una conexión, recuerdos, con eso que se dejó. ¿Considera que la literatura venezolana actual cumple ese rol con la diáspora?

—Sí, sin duda. No solo la literatura, creo que las artes en general son una forma de comunicación entre los que están aquí, allá. La diáspora nos ha desperdigado por el mundo y gracias a la tecnología de nuestros días, puedes tener noticia de lo que hace, por ejemplo, Gabriela Montero en Francia, otros autores en Estados Unidos, España, Portugal o Australia. La creación de venezolanos está viva, activa y hay mucho gentilicio, idiosincrasia en esas propuestas, muchas búsquedas de las esencias de las que te hablaba antes. El producir contenido artístico, literario, en mi caso, hablando del país estando fuera de él, es una manera de establecer un diálogo, una comunicación.

—¿Piensa ya en su próxima obra?

—Sí. Está muy bien encaminada, desarrollada. Me gusta muchísimo. Estoy trabajando con mucho entusiasmo. Ahorita hice una pausa para trabajar en la logística de promoción de El síndrome de Lisboa. La obra que viene me gusta mucho. Te lo afirmo tajante: es el proyecto más ambicioso en el que me haya metido alguna vez.

—¿Cómo miras Venezuela a la distancia? ¿Vendrás pronto?

—No creo que vaya. La logística con el niño es complicada, la situación para volar es complicada, la economía también es cuesta arriba. ¿Cómo miro al país? Con enorme preocupación. Preocupación por la escasez de combustible, por la aberrada y pervertida manipulación de los poderes que hace este grupo de delincuentes que nos gobierna y las salidas no son claras. Esa oscuridad es estremecedora, se ve muy sórdido todo, muy gris. Siempre con la esperanza de que las cosas puedan mejorar.


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