Nacida en El Tesoro, estado Barinas, en 1989, está culminando la Licenciatura en Letras, en la Universidad de los Andes. Ganó en 2012, con su relato “Mondadientes”, el segundo lugar de la VI Edición del Premio de Cuento Policlínica Metropolitana. Un año más tarde ganaba el primer lugar del mismo premio con su relato “Barricadas”.

Una niña de doce años, en 2001, lee “La lluvia” de Arturo Uslar Pietri. La pequeña se sumerge tanto en el cuento que imagina que su pueblo, El Tesoro, vive esa extrema sequía. Piensa que la casa de bahareque de los personajes, la montaña que recorre el hombre para llegar al conuco, el niño que consigue orinando y que luego se va a vivir con la pareja, la pobreza, la desesperanza, la pérdida, la llegada de las primeras gotas del cielo… se parecen a su caserío.

Fue en ese instante cuando la pequeña quiso escribir. A seis horas de distancia de su casa, Delia Mariana Arismendi confiesa en Mérida, donde ahora vive y estudia Letras, un momento que fue crucial. “Primero me sorprende que, siendo niña, un cuento tan duro me haya entretenido tanto. Es algo difícil de explicar, pero era como si yo lo hubiese escrito”. Pasaron diez años para que se comenzara a concretar este deseo. Hasta que ganó el primer y segundo lugar de la VI y VII edición del Premio de Cuento Policlínica Metropolitana con “Barricadas” y “Mondadientes”, respectivamente. 

“Guardo en mi memoria un Macondo llanero”

“Si uno está en El Tesoro, pie de monte barinés, debe subir a la plaza para hablar por celular. Allí solo hay Internet en un cibercafé, y tampoco cuentan con televisión por cable. A pocos metros pasa el río Acequias, cuyo puente se debe atravesar para tomar la ruta Barinas-San Cristóbal. En pocas palabras, es un pueblo tecnológicamente virgen”.

Delia, como la llaman sus amigos, y Mariana, como la nombra su familia, es la menor de tres hermanos, todos artistas. Mardon, el mayor, es escritor, y Rosa María, la segunda, es artista plástica. Ambos viven en Caracas.

“En El Tesoro, la forma de entretenerse era leyendo. Pero no solo leíamos porque nos gustaba, sino porque al lado teníamos a nuestro padre, Mariano Arismendi, a quien llamaban en Barinas ‘el artista del monte’ por su técnica para crear. Él nos estableció una ‘agenda’, es decir, un sistema para formarnos que llamaba su ‘miniproyecto de educación’ o su ‘ministerio de educación paralelo’”.

“Creo que lo que más le preocupa, todavía, es ser buen padre. De allí nacieron las ‘actividades recreativas’ que Mariano –como le decimos sus hijos– anotaba en una especie de contrato familiar que nos hacía firmar. Ahí nos comprometíamos a cumplir nuestras tareas escolares y extraescolares, para luego disfrutar de un premio”. El propio Mariano complementa el relato por vía telefónica: “Yo los enseñé a amar otras cosas. Yo como artista he aprendido que no se debe estar esperando la musa. La disciplina, hasta en los proyectos más extraños, es el elemento imprescindible. Hay gente muy inteligente que no hace nada por falta de disciplina. Y la disciplina se crea. Mi hija Mariana, por ejemplo, es muy disciplinada”.

“Mi padre era un hombre que deseaba que sus hijos fueran felices. Nos pedía hacer las tareas luego del almuerzo, para que, después de cumplir con nuestras obligaciones, no interrumpiéramos nuestros juegos: y ciertamente, lo más odioso para un niño es que en medio del juego lo interrumpan para hacer las tareas. ‘Es como un crimen’, decía mi padre”.

Delia recuerda con claridad que, siendo niña, no vio televisión. “Como mi familia era de ‘artistas’, no contábamos con mucho dinero. No podíamos comprar uno. Nos pasábamos de casa en casa viendo comiquitas, pero siempre nos corrían. Mi padre vendió una vez un grupo de cuadros y estaba muy contento. Le dijo a mi madre que compraría más material para seguir pintando. Al oírlo mi madre le dijo: ‘Usted, me hace el favor, a los muchachos les compra un televisor’. Pero igual nos lo escondían. Mi padre consideraba que la televisión venezolana no era educativa: nos ‘contaminaba’. Pasábamos semanas sin ver el receptor”.

Cuando pasaban publicidad de San Nicolás, don Mariano miraba a sus hijos y los aleccionaba: “Ese señor que sale ahí es un embustero, un farsante. Miren todos los juguetes que ofrece, que cuando hay que buscarlos debemos pagarlos muy caros. ¿No creen que hay cosas maravillosas que no pagamos, como un viaje a la montaña?”.

Esa “agenda” la cumplió durante su niñez y adolescencia, tanto en la Escuela Básica El Tesoro como en el Liceo Rafael Pulido Méndez. “Teníamos a un padre que nos educó de una forma que me parece adecuada. Si bien era bastante estricto, también es cierto que era cariñoso. Siempre estaba preocupado por hacer bien su papel. Yo me paraba a las cinco de la mañana, junto con mis hermanos, para hacer una hora de lectura y una hora de matemática antes de ir a la escuela. A partir de los diez años, mi padre comenzó a pedirnos resúmenes de las lecturas. Y desde los trece nos exigía escribir cuentos. Teníamos una disciplina para la creación”.

El premio por tanto trabajo más bien desembocaba, como un embudo, en experiencias de vida: un paseo anual a El Carrizal, pueblo cuasi abandonado, donde nació su padre; unas salidas a caminar por la montaña; varias expediciones para pescar. “Nos íbamos en bicicleta por un camino de piedras a otro pueblo; andábamos casi una hora y llegábamos a una quebrada. Mariano se encargaba de armar las cañas de pescar, que él mismo hacía, mientras mis hermanos y yo removíamos la tierra buscando lombrices. Era emocionante sentir cuando un pez picaba, porque uno lo había logrado. Mi padre siempre nos aplaudía, aunque a veces él mismo ponía los peces en la caña para que creyéramos que nosotros los habíamos pescado”.

Esa cercanía con el arte dio pie a la creación de la Fundación Cultural Mariano Arismendi, una casa cultural que ya suma treinta años de trabajo y donde Delia vivió una “experiencia silenciosa” en sucesivos cursos de pintura, teatro y literatura.

Hornear historias

Como la mayoría de escritores venezolanos, Delia se inventó un mecenas que funciona como un alter ego: trabaja de día en un restaurante que ofrece comida casera, y de noche escribe su tesis y un libro de cuentos del que no quiere revelar detalles. “Serán unos diez o doce cuentos, que todavía están en revisión. Me siento como esas actrices que no pueden contar el papel que harán”.

“No me gusta presentarme como escritora, ni tampoco me atrae mucho la idea de leer en público. Mis abuelos, tíos y primos saben que he ganado concursos, pero ellos no se atreven a preguntarme ni yo a contarles. Me dicen: ‘Qué bien’, pero no tienen idea de lo que he hecho. Yo tampoco ayudo porque soy muy nerviosa y tímida”.

Escribe distintos cuentos al mismo tiempo, como si horneara varias historias. “A veces me aburro un poco de uno y lo dejo. Entonces retomo otro que había abandonado. No soy muy ordenada. Voy haciendo varias cosas a la vez. Por eso creo que no avanzo mucho. Son muchas las ideas que llegan a la cabeza, pero no todas dan para completar un cuento”.

Si bien intuye hacia dónde van sus cuentos, no trabaja con esquemas o estructuras. “Comienzo a escribir la historia y completo dos páginas seguidas. Esto es como el inicio, y entonces paro. No sé qué más viene, aunque tenga una noción clara de la historia, pero sí sé que la estoy armando. También apunto ideas para que no se me olviden algunos detalles, o investigo si lo amerita. Mis notas no las tengo en un cuadernito de escritora. Yo hago apuntes sueltos en distintas libretas”.

“Puedo tardarme con un cuento unos tres meses, puliéndolo hasta acabar. Tardo mucho para escribir, lo que me genera una cierta angustia. La gente me pregunta: ‘¿Y por qué tú no publicas?’. A mí me gusta usar la primera persona para contar historias de personajes que considero pequeños antihéroes. Me interesa la gente que parece no dejar huella en el mundo, pero que tienen grandes historias a cuestas. Me gusta adivinarlas o inventarlas. Puedo ver a una persona e imaginar lo que pueda estar pensando o sintiendo. De ahí saco un cuento, aunque en su primera versión sea algo bastante experimental”.

En el cuarto donde vive, situado en una residencia estudiantil, escribió “Mondadientes” y “Barricadas”. La habitación está pintada con especies de tallos y figuras en forma de hojas. De las paredes cuelgan afiches, dibujos de niños, una fotografía de un japonés tomada por el escritor Ednodio Quintero, quien ha sido su profesor. En una pequeña mesa reposa su pequeña laptop, color guayaba, donde ella crea y escribe. Una pila de libros reemplaza una de las patas de la cama. De ahí y de otros estantes saca para releer los textos que sobrevivieron a sus varias mudanzas desde que se vino de Barinas: El pozo de Onetti, El llano en llamas y Pedro Páramo de Rulfo, Lolita de Nobokov… Libros de Saul Bellow, John Updike, Junot Díaz, Coetzee, Massiani…

Delia escenifica, sí. Actúa y ríe como sus personajes. Llora y grita. “Me gusta mucho el teatro. Desde pequeña, aprendí mucho con mi padre. Él mismo escribía las obras y nosotros sus hijos las interpretábamos. Unas veces hice de anciana moribunda, víctima del sistema político. En otra ocasión mi personaje era una raíz que hablaba, describiendo su función como parte del árbol. Fui doña Domingo Ortiz de Páez –esposa del general Páez– en una obra bastante extensa, de unos treinta minutos. Yo enaltecía el papel de la mujer que acompañó al héroe… Pensándolo bien, el teatro no fue jamás una tarea que hiciese por obligación”.

Derribar la censura

Desde las cuatro paredes de la habitación donde vive escribe actuando: “No escribo un cuento con la idea del otro –del que me lee–. Más bien escribo una obra como si fuera para mí, como si se tratara de la escena de una película que solo yo veo. Escribo no para un lector, sino para un espectador. Y ese espectador soy yo. Cuando estoy escribiendo, puedo hablar en voz alta. Por eso trabajo de noche, para que no me escuchen, para que no crean que estoy loca. Y no es que dramatice, sino que cuando estoy escribiendo, en verdad siento que estoy actuando. Y lo imagino todo. Más que un lector, imagino la escena de un teatro”.

En el cuento “Mondadientes” narra la experiencia de un niño que se imagina ser amigo del comegente. “Me sentí muy cómoda. Ni siquiera lo pensé mucho. Tiene elementos de la vida en El Tesoro. Lo escribí y trabajé en un taller con la escritora Carolina Lozada… Cuando estábamos pequeños, todos éramos unos hombrecitos: nos montábamos en los árboles, nos peleábamos con otros amiguitos. El relato remite a esa infancia, creyendo que yo soy un niño de esos”.

En “Barricadas”, por el contrario, ya no había niños. “Ya era mayor, ya tenía mis experiencias”. Delia refirió en ese cuento la historia de un transexual sumergido y, al final, herido en medio de un triángulo amoroso con un policía. Quiso mostrar su propio corazón roto, pero no quería hacerlo desde una primera persona. “Yo estaba pasando por un momento de despecho. Y de pronto vi en la televisión la noticia de unos transexuales que ponían una denuncia por violencia en algún país sureño. La gente se burlaba de ellos, entre risas, y a partir de allí comencé a imaginar una historia, que de seguidas escribí de forma rápida. Necesitaba sacar lo que estaba sintiendo. A partir del suceso, yo sentía que debía crear algo, que debía burlar la tristeza, exponerla, ridiculizarla”.

Si bien no hizo un trabajo de campo con transexuales, “sí vi muchos videos y me documenté. Uno tiene que armar muy bien sus personajes. Y en el caso del mío, la gente me pregunta mucho por él. Una vez alguien me dijo que no le gustaba el cuento porque mi personaje era más trágico que circense. Y ciertamente hay humor en la pieza como para sentirlo así. Pero yo le dije: ‘No, no estoy de acuerdo. Mi cuento es una historia de amor entre un policía y un homosexual, pero también ha podido ser entre una mujer y un policía’”.

Delia muestra rastros de timidez al hablar. El amor en la adolescencia era sinónimo de prohibiciones. “Tuve un novio en noveno grado. Fueron tres días de romance: los peores de mi vida. Me iba a buscar al salón, me iba a visitar a la casa. Una tía lo recibió cuando yo no estaba y, sin malicia, se lo comentó a mis padres. Yo me puse blanca: ‘Dios, ¿cómo pudo pasar todo esto?’. Decidí sentarme y escribir una carta de amor, pero de rompimiento, y se la mandé con mis amigas. Hasta allí la historia. Mis hermanos y yo tuvimos novios ya muy tarde. Y en mi caso porque la timidez persiste. En 2013 leí ‘Barricadas’ en una lectura organizada por la librería La Rama Dorada. Me avergoncé de tener que hacerlo frente a unos niños. Cuando llegaba a las escenas de sexo, me quería hundir en el piso. No quisiera repetir la experiencia”.

“Soy libre de ataduras. Escribo sobre lo que quiera y usando el lenguaje que más me plazca. Vivo mi momento de emancipación. Por eso escribí ‘Barricadas’, porque sentía que lo podía hacer. He podido derribar la censura que muchas veces yo misma me había impuesto por mi propia timidez. La escritura es la forma más elegante y menos ridícula de ser irreverente. La concibo como un pequeño país de libertades, que solo creo posible a través del cultivo de buenas lecturas”.

Carta de la abuela

En el estante de libros, hay un retrato de una niña de cinco años con el cabello rizado. Sonríe a cámara con mirada pícara, sentada sobre su madre: mujer de labios gruesos, cejas oblicuas y piel oscura. Su madre llegó a Caracas procedente de Barranquilla, a finales de los años 80, para cuidar niños y trabajar en casas de familia. Aha dente de Bae BArranquilla repetir la peizaí conoció a Mariano Arismendi, quien le propuso matrimonio y regresar a Barinas. Duró trece años sin saber nada de su familia colombiana.

“Recuerdo una oportunidad en la que mi madre nos leyó una carta de su abuela. Acostada en la cama, lloraba mientras repasaba las líneas: ‘Mi niña, por favor, comunícate con nosotros’. En ese tiempo no había teléfonos y, en los lugares que sí tenían siempre había colas. Mi madre vivió la xenofobia de nuestro país, en épocas en que los colombianos no eran tan bien vistos. Una vez hasta le negaron una casa por ser neogranadina. Actualmente, es más venezolana que cualquiera, al punto de haber perdido su acento barranquillero”.

“Mi abuela Rosalina cuenta que mandaba a decir con gente que iba y venía a Venezuela: ‘Si ve a la niña, dígale que me llame’. Algunas personas le decían: ‘La niña como que se murió’. Hasta el día en que mi madre decidió ir a Barranquilla con su esposo y tres hijos, sin avisar. Cuando ya estábamos cerca, mi padre recapacitó y pidió llamar para no causarle un infarto a la suegra que no conocía. ‘Aló, Rosalina, prepare el cuarto para cinco’, le dijo alguien en el auricular. ‘¿Qué? ¡No puede ser!’, respondió sorprendida mi abuela al reconocer la voz de su hija. ‘Que vamos para allá, Rosalina’, aclaró resuelta mi madre”.

“Nos fueron a recibir. Fue todo muy emotivo. Si hasta el taxista que nos llevaba se puso a llorar. Mi madre no se acordaba bien de la dirección, y le daba instrucciones erradas al chofer. Recuerdo haberla visto llorar cuando cruzamos el Magdalena: ‘Llegué a mi país, llegué a mi casa’”.

De vuelta al hogar

“Mi padre diseñó las puertas y las ventanas de la casa. Las mandó a hacer con un herrero. Del resto se encargó él, poniendo esculturas por todos lados. Las paredes están frisadas con pigmentos de piedras molidas por él. Es una casa que me sigue gustando, quizás porque es diferente a todas”.

“Yo solía dormir en un cuarto con mi hermana. Y aun hoy lo hago cuando estamos juntas. Mi hermana y yo éramos un poco miedosas, y ahora más porque mi hermano no está. A diferencia de mi apartamento en Mérida, donde duermo sola, aquí me pueden acompañar mis personajes”.

Dos casas más allá vive su abuela paterna María. “Ese hogar fue el patio de juego de todos los primos y amigos cercanos. La casa era bastante vieja; tenía fama de ser una de las primeras del pueblo, hecha con bahareque. Tenía una vega que hacía las veces de patio, muy cerca de una quebrada que era un verdadero tesoro para nosotros”. Es probable que en ese ambiente haya leído “La lluvia”, su lectura iniciática.

Cuando nombra a su abuela paterna, la nieta no duda en describirla: “La gente suele decir que es un ángel en la tierra. Y sin entrar en el lugar común, siento que mi abuela es alguien que está haciendo el bien. Ella nació en El Carrizal y tuvo catorce hijos. Tiene además el don de la narración oral”.

“Mi abuela tiene visos de poetisa, porque transforma los cuentos de hadas en cuentos de camino. Es muy gracioso escucharla, porque siempre introduce variantes en las mismas historias. Un ejemplo es la princesa que llega al pueblo. Contaba los cuentos de espanto tal como se los contaron a ella: Severino ‘el malo’, que mató a su mujer; las dos hermanas que se ahogaron en el río… Uno la escucha y se sabe los cuentos de memoria, de comienzo a fin. Valdría la pena transcribirlos, porque hasta la forma del habla es enriquecedora”.

En una oportunidad, cuando la operaron, doña María reposó en casa de su hijo Mariano. Hubo un corte de electricidad y comenzó a relatar las historias de las muertes de sus tres hijos a sus nietos. Delia lo recuerda como una herida viva que la impactó desde siempre. “El recuento iba desde uno al que llamaban Angelito, a quien le cantaban y rezaban, mientras se debatía con una tos ferina. El segundo moría en Mucuchíes, a quien subían enfermo por el páramo en busca de un dispensario. El tercer deceso ocurrió en Caracas, en medio de una huelga de médicos, cuando abuela María llegaba desesperada con un crío en los brazos y nadie se lo recibía. Y sin embargo, a pesar de tener una vida trágica, no es una mujer quejosa. Eso nos lo contó porque se fue la luz y ya”.

“En el futuro, me veo escribiendo cuentos siempre, y no novelas. Me apasiona más terminar la historia, rápidamente: saber qué pasa, saber cómo concluye. Creo que no tengo mucha paciencia para la novela. Es impresionante cuando alguien logra que en algo tan corto pasen tantas cosas y quede todo tan bien hecho, tan bien dicho. La idea es estar cada vez más cerca de eso. La idea es sentirme cada vez mejor. Cada día que pasa debería ser un logro mayor”.

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*La entrevista forma parte del libro Nuevo país de las letras, publicado por Banesco Banco Universal, Caracas, 2016. Compilación: Antonio López Ortega.


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