La extensa trayectoria artística de Clemencia Labin se construye sustancialmente sobre la práctica de una persistente exploración visual fundamentada en la noción de lo pictórico; la suya, se centra en una vital experiencia sensorial orientada a descubrir inéditas posibilidades de creación que desbordan la naturaleza intrínseca del medio para desafiar un campo expandido de la pintura el cual abarca, también, la estructura del objeto escultórico, la instalación, el performance y los cuadros vivos como estrategias de representación.

¿Desde qué complejo lugar –nos preguntamos– corresponde abordar el argumento conceptual de esta propuesta? Esencialmente, como ella misma lo afirma, su obra apela a una reinterpretación de la tradición eurocentrista de la historia del arte a partir de referencias culturales propias vinculadas al ámbito diferenciado de lo local. Nacida en Maracaibo (1946), la segunda ciudad más poblada de Venezuela, cuya tórrida geografía caribeña y un inusitado desarrollo económico – alcanzado a partir de la explotación petrolera–, así como la mezcla de costumbres y culturas heredadas de los pueblos indígenas, europeos y americanos allí afincados, trajo como consecuencia profundas transformaciones que aportaron y aquilataron un patrimonio cultural híbrido y singular. Será la idea de ese Maracaibo moderno de los años 50, al cual retorna frecuentemente, “el lugar” que se constituye en ese referente local y la postal emblemática –a veces nostálgica– a partir de la cual se sustenta buena parte de su creación contemporánea. A mediados de la década de los 80 –luego de vivir un período de tiempo en la ciudad de Nueva York–, se residencia definitivamente en Alemania, donde se forma y desarrolla como artista en la Academia de Bellas Artes de Hamburgo bajo la tutela de los maestros Kai Sudeck, Franz Erhard Walther y Sigmar Polke. La urgencia por explorar su fortuita condición diaspórica junto a una mirada distanciada de naturaleza emigrante serán precisamente las herramientas simbólicas que la han impulsado a concebir significativos vínculos y proyectos relacionados con las construcciones identitarias de la cultura visual que, desde perspectivas diversas –hay que decirlo–, eluden los convencionalismos inmutables relacionados con el mundo no occidental.

En ese sentido, recurrimos a las hipótesis sugeridas por el antropólogo Néstor García Canclini en su libro Culturas híbridas, cuando plantea que la “hibridización”, referida al encuentro entre mundos culturales distintos, intenta explicar la diversidad actual y la ruptura de una visión antagónica y polarizada en favor de una múltiple y cambiante. Tanto en la práctica del arte contemporáneo como en su sociología, lo híbrido se reivindica acertadamente como herramienta para crear propuestas propias. Y, en relación a lo específicamente latinoamericano apunta que: “(…) la incertidumbre acerca del sentido y el valor de la modernidad deriva no solo de lo que separa a naciones, etnias y clases, sino de los cruces socioculturales en que lo tradicional y lo moderno se mezclan”.

Percibirse “diferente” en cada lugar habitado, lejos de transfigurar un cuerpo alegórico de aparente insularidad ha impulsado a muchos creadores a invocar una poética de liberación. En la obra de Labin las cartografías vernaculares se presentan filtradas por una particular subjetividad y sus relatos expositivos aspiran a construir sistemas de representación abiertos que no pretenden la reafirmación de “lo nacional”. Por el contrario, recuperan un trozo de identidad para fusionarlo a una multiplicidad de otros fragmentos de la experiencia, de la memoria y el recuerdo, acumulados frente a lo heterogéneo y culturalmente diferente. En esa acción se redimen también las pérdidas y se enriquece la mirada en un intento por reunir culturas y desafiar las extranjerías.

Sueños infantiles, remembranzas familiares, extrañamiento, costumbres y tradiciones religiosas son reelaborados introspectivamente por Labin en un desdoblamiento que traspasa los bordes de la realidad y la ficción y que, con cierta ironía y sentido del humor, son puestos al servicio del relato y de una práctica que superpone narrativas individuales y colectivas. Retar los artificios estereotipados de esa memoria recuperada, aquella que ahora se adapta y entreteje universos diversos exóticos o singulares, le permiten –aun sintiéndose extranjera, tanto en su lugar de origen como en el que la asumió como ciudadana–, reivindicar el elemento subjetivo y repensar el dilema, fracturando la esencia de un paradigma identitario. De allí que su proyecto de arte, más que una representación formal, deviene en la deconstrucción de una experiencia vivida.

II

En los actuales procesos de ruptura, la conciencia de lo híbrido y lo transdisciplinario originan áreas de coexistencia, encuentros y conexiones entre diferentes registros, tanto en lo que se refiere a las técnicas contemporáneas de producción artística como a las tradicionales. Ambos conceptos propician préstamos, apropiaciones, contaminaciones y cruzamientos entre los procedimientos y las metodologías de creación, cuestionando los rígidos dogmas de una modernidad racional y estructurada, plenamente formalista.

En los albores de su práctica artística, Labin se interesa en redimensionar las claves del expresionismo abstracto y las del Pop Art norteamericanos, al tiempo que recurre al vigoroso cromatismo de las diferentes corrientes expresionistas alemanas. En un ejercicio por reinterpretar –a partir de una consciente asimilación crítica– los postulados geométricos y abstractos de las diversas vanguardias europeas, su obra se distancia de los formatos convencionales para iniciar un dilatado y consecuente proceso en el cual las pinturas comienzan a segmentarse en pequeñas piezas cuadrangulares, reordenándose en un desarrollo autónomo, aunque estructurado sobre el muro intervenido, como lo evidencian las series iniciales Confeti y Pasta dominical.

Es a partir del nuevo milenio cuando se emancipa de los rígidos límites del marco para configurar un inusitado universo de pinturas y volúmenes autónomos o agrupados en constelaciones independientes. En estas propuestas se reconcilian las estrategias formales del espacio representativo en una experiencia sensible, exótica, cromática y maximalista formulada, no solo a partir de los recursos de la tradición absorbida, también mediante el uso de materiales extra pictóricos tales como telas, tejidos, hilos y texturas artificiales que operan desde entonces como elementos sucedáneos, sustitutos de la pintura. Ya las Cassatas anticipaban formas más concretas y orgánicas participando, simultáneamente, de un desprendimiento progresivo de las superficies habituales. A partir de esta exploración su propuesta se consolida en un lenguaje estético pleno y desbordado, arraigado en una memoria emocional distante y en la proliferación de iconografías recuperadas de la exuberante sensibilidad caribeña y tropical. Para Labin la pintura se disuelve así en una experiencia cotidiana y subjetiva que adquiere sentido en la percepción de un caleidoscopio de imágenes retenidas en sus remotas visiones vernáculas, fruto de una imaginación fantasiosa asociada al lugar de la infancia, al juego, a los placeres golosos, a la soporífera siesta 40 grados a la sombra; a la casona familiar; a la madre, las tías y abuelas; a las nodrizas y cocineras goajiras. A la mezcla y al contraste inconmensurable de culturas.

Pulpa Chic (2001-2016), su más amplio y ecléctico cuerpo de trabajo realizado hasta la actualidad, incorpora disímiles estrategias de producción y configura un sistema diferenciado de formatos heterogéneos que traspasan indistintamente las fronteras del espacio representado, pues en su desarrollo redefinen “la tercera dimensión de la pintura”. Objetos, esculturas y “cuadros” se despliegan ahora en una serie de entidades mórbidas y esponjosas: superficies acolchadas y tapizadas con retazos de las más insólitas y extravagantes materias, texturas y tejidos flexibles, de gran plasticidad y ornamento. En estas piezas, la pintura propiamente dicha –ahora monocroma– fluye libre sobre la tela estampada y se infiltra en los intersticios de los volúmenes y masas amorfas, en una acción que permite delinear y enfatizar sus contornos.

Suaves y maleables, estos cuerpos ensamblados revelan una sensualidad de naturaleza femenina, fértil, cálida y fecunda; pero también, sus intrincadas formas orgánicas sugieren la abstracción fantástica y apócrifa de un ecosistema bizarro. Expresan en su conjunto la esencia y los atributos barroquizantes, recargados, profusos, generosos, desordenados, excesivos y festivos: reminiscencias evocadoras de una cultura nativa. Estructuras híbridas, alzadas, suspendidas o en reposo –columnas, piñatas, truncas, tocados y vestiduras– representan una alegoría suculenta, pulposa y voluptuosa que opera no solo en su capacidad de renovación creativa sino también dialoga en resonancia con la interpretación visual de su universo.

III

Ciertamente, la reapropiación de la feminidad como argumento temático y el tratamiento del color como herramienta y estrategia formal subrayan dos aspectos o premisas fundamentales para abordar la particularidad que se desprende de estos trabajos. En ellos, no se cuestiona el rol de “lo femenino” entendido como discurso crítico y esencialista sobre el género en términos de dicotomía. Todo lo contrario, Labin lo sugiere como una sensibilidad específica tanto en su vasta imaginería como en las formas utilizadas, asociadas a la experiencia personal. Es por ello que las nociones de las diversas artesanías, la moda y el estilismo, el grafismo y el diseño no resultan exentas a sus intereses y se presentan implícitas en el objeto artístico. Al reconciliar las estrategias formales del discurso pictórico, lo femenino en su obra se relaciona entonces con las geografías y con los tiempos; la identidad, la otredad y la diferencia; el subconsciente, el cuerpo, la iconografía, la historia del arte y la estética de la cultura. Asimismo, el color se centra como el elemento formal más destacado en toda su propuesta. Labin construye las formas con el color y a partir de sus cualidades expresivas experimenta las representaciones abstractas y orgánicas por igual, expandiendo a su paso innovadoras y desafiantes experiencias sensoriales. Lejos de emplearlo como la idea moderna fundamentada en una teoría o metodología fenomenológica lo manipula libremente para crear asociaciones, tensiones y relaciones en resonancia con la memoria. Su inusitado repertorio cromático transita entre una gama recargada de matices mixturados, algunos ácidos, brillantes y saturados, otros tenues y apastelados, configurando así un sistema propio que estructura los elementos aislados y materializa las sensaciones.

El enunciado pictórico –pues debemos entender a Clemencia Labin esencialmente como pintora– se prolonga hacia sus performances y “cuadros vivos”. En ambos casos reelabora un vocabulario visual ya explorado en su indagación plástica, incorporando incluso sus propias obras en la acción. En otras presentaciones se acentúan aquellos elementos vinculados con lo religioso y sincrético de las culturas populares, desarrollados como pre(texto) para exaltar los atributos iconográficos que remiten a lo festivo y las costumbres patrimoniales de su lugar de origen. Así, las diversas advocaciones marianas, por ejemplo, y en particular la Santa Lucía serán representaciones que le permitirán concebir un itinerario de acciones dramatizadas e irreverentes.

El “cuadro vivo” –como mecanismo performático y donde la artista interviene como figura central– transcribe la representación figurada de PurísimasIslas o Rosas guerreras en la cual el componente kitsch enfrentado a fondos inmaculados, por contraste, hace la conexión deseada.

IV

Bizarra, la primera exposición individual de Clemencia Labin en Beatriz Gil Galería exhibe un amplio conjunto de obras de producción reciente al tiempo que transcribe en su totalidad las claves esenciales que han persistido en su extensa indagación y que se resignifican invariablemente ante cada nueva presentación. Su particular manera de abordar la creación la ubica como una figura aislada que no pertenece ni corresponde a tendencias ni estéticas precisas. Esta nueva instalación, por lo demás celebratoria de una trayectoria de larga data, se presenta también como una suerte de recapitulación, un (re)cuento a partir de un puntual inventario de obras tempranas que ejercen como epílogo a su trabajo.

En esta oportunidad, sus pinturas y diversas instalaciones escultóricas se apropian del espacio museográfico en una intervención consciente y libérrima a la vez. Allí se expanden mórbidas Pulpas –unas de factura minimalista y colores deslumbrantes, otras más complejas y saturadas; mientras las Piñatas, las Truncas y los Talismanes despliegan sus generosas curvaturas, un escenario mural de materiales y formas diversas se adapta al espacio y asimismo, el Cosido lunar –construido a partir del collage de telas multicolores y la intervención pictórica– impone sus amplias dimensiones; finalmente, en el Cosido astral, una secuencia de 21 piezas de mediano formato sobre papel, se ensamblan mediante la acción artesanal de la costura, diversos fragmentos que recuperan para la artista la necesidad exploratoria del dibujo como lenguaje gráfico universal.


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