Hace ya bastantes años que escribí en “La tumba de Antígona” que “la patria es el mar que recoge el río de la muchedumbre”. Esa muchedumbre en la que uno va sin marcharse, sin perderse, el pueblo andando al mismo paso con los vivos, con los muertos. Y al salirse de ese mar, ese río, solo entre cielo y tierra, hay que recogerse a sí mismo y cargar con el propio peso; hay que juntar toda la vida pasada que se vuelve presente y sostenerla en vilo para que no se arrastre. No hay que arrastrar el pasado, ni el ahora; el día que acaba de pasar hay que llevarlo hacia arriba, juntarlo con todos los demás, sostenerlo. Hay que subir siempre. Eso es el destierro, una cuesta, aunque sea en el desierto. Esa cuesta sube siempre y, por ancho que sea el espacio a la vista, es siempre estrecha. Y hay que mirar, claro, a todas partes, atender a todo como un centinela en el último confín de la tierra conocida. Pero hay que tener el corazón en lo alto, hay que izarlo para que no se hunda, para que no se nos vaya. Y para no ir uno, uno mismo, haciéndose pedazos. No hay que arrastrar el pasado, ni tampoco olvidarlo. Nos falta a los españoles –por muchas apelaciones que los retóricos hagan al pasado y por mucho ahincamiento tradicionalista a los que así se llaman– la imagen clara de nuestro ayer, aun el más inmediato. Existe una cierta rebeldía para reconocer en esta nuestra forma de vivir de hoy que hace que no se haya hecho sentir con más fuerza y claridad la necesidad y el deseo de recordar, de hacer memoria y, con ella, cuentas de nuestro pasado. No es extraño: todo nuestro pasado se aniquila con la actitud trágica de España. Es siempre, y para todo el pueblo, imprescindible una imagen del pasado inmediato, como examen de los propios errores y espejismos. El presente es siempre fragmento, torso incompleto. El pasado inmediato completa esa imagen mutilada, la dibuja más entera e inteligible.

Hay ciertos viajes de los que solo a la vuelta se comienza a saber. Para mí, desde esa mirada del regreso, el exilio que me ha tocado vivir es esencial. Yo no concibo mi vida sin el exilio que he vivido. El exilio ha sido como mi patria, o como una dimensión de una patria desconocida, pero que, una vez que se conoce, es irrenunciable. Confieso –porque hablar ciertos temas no tiene sentido si no se dice la verdad–, confieso que me ha costado mucho trabajo renunciar a mis cuarenta años de exilio, mucho trabajo, tanto que, sin ofender, al contrario, reconociendo la generosidad con que Madrid y toda España me han arropado, con el cariño que me he encontrado en tanta gente, de vez en cuando no duele, no, no es que me duela, es una sensación como de quien ha sido despellejado, como San Bartolomé, una sensación ininteligible, pero que es.

Creo que el exilio es una dimensión esencial de la vida humana, pero al decirlo me quemo los labios, porque yo querría que no volviese a haber exiliados, sino que todos fueran seres humanos y a la par cósmicos, que no se conociera el exilio. Es una contradicción, qué le voy a hacer; amo mi exilio, será porque no lo busqué, porque no fui persiguiéndolo. No, lo acepté; y cuando se acepta algo de corazón, porque sí, cuesta mucho renunciar a ello.

Yo he renunciado a mi exilio y estoy feliz, y estoy contenta; porque eso no me hace olvidarlo, sería como negar una parte de nuestra historia y de mi historia. Los cuarenta años de mi exilio no me los puede devolver nadie, lo cual hace más hermosa la ausencia de rencor. Mi exilio está planamente aceptado, pero yo, al mismo tiempo, no le pido ni deseo a ningún joven que lo entienda, porque para entenderlo tendría que padecerlo, y yo no puedo desear a nadie que sea crucificado.

En mi exilio, como en todos los exilios de verdad, hay algo sacro, algo inefable, el tiempo y las circunstancias en que me ha tocado vivir y a lo que no puedo renunciar. Salimos del presente para caer en el futuro desconocido, pero, sin olvidar el pasado, nuestra alma está cruzada por sedimentos de siglos, son más grandes las raíces de las ramas que ven la luz. Es en la obra del amanecer, trágica y de aurora, en que las sombras de la noche comienzan a mostrar su sentido y las figuras inciertas comienzan a desvelarse ante la luz, la hora de la luz en que se congregan pasado y porvenir.


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