Por un cable enviado a France Press y transcrito verbalmente a Zona Franca gracias a la gentileza de Granier Barrera, nuestro colaborador diligente, nos enteramos de la muerte de Alejandra Pizarnik, una de las voces poéticas más firmes y más prometedoras de América Latina.

El conocimiento de esa infausta noticia nos llenó de tristeza. No sabemos por qué, ya que no conocíamos personalmente a Alejandra Pizarnik, y de su obra poética habíamos leído muy poco. Pero la noticia misma, y algunos comentarios oídos a Juan Liscano sobre el contenido de ciertas cartas enviadas a él por la ilustre poetisa, nos movieron a curiosidad y nos llevaron a leer algunos poemas de la autora de Árbol de Diana, justamente unos poemas llegados hace poco a la redacción de nuestra revista. De la lectura de los mismos sacamos una conclusión: Alejandra Pizarnik nunca existió de verdad, Alejandra Pizarnik siempre estuvo muerta. Esta no es una mera especulación, ella deriva de la confrontación de una poesía donde lo que se percibe es la presencia de otro mundo, de un cementerio universal, de una dimensión desde la cual Alejandra Pizarnik nos habla, tal cual las escenas de sesiones espiritistas, donde a menudo son convocadas almas familiares o allegados a les cuales queremos interrogar sobre el misterio del infinito o, simplemente, sobre la situación en que se encuentran allá. Entonces, nos parece que la poesía de Alejandra Pizarnik ha sido escrita en una permanente sesión de espiritistas:

“—De nuevo la sombra.

—Y entonces se vestirá tranquilamente con el hábito de la locura.

—Entonces llegué o, más exactamente, me alejé. ¿Tendré tiempo de hacerme una máscara para cuando emerja la sombra?”

Nunca, a través de esta poesía, logramos aprehender viva a Alejandra Pizarnik. Siempre sentimos como si nos hablara un cadáver, un expósito, un ser que no sabe que vive, que no ha conocido la vida sino que está habitando el mundo –¿claro, oscuro?– de los muertos. Ella misma lo confiesa, aterrorizada:

“Siento deseos de huir hacia un país más hospitalario y al mismo tiempo, busco bajo mis ropas un puñal”.

La muerte se presentía aquí, mejor dicho, estaba aquí. Solo que Alejandra Pizarnik soñaba que estaba viva, o ansiaba vivir, pero no pudo. De ahí que en sus pesadillas, al creerse viva, busque un puñal para suicidarse. En realidad, la tragedia duró treinta cinco años (plena juventud), cuando Dios, en otra de sus injusticias, decidió darle el puñal para que se suicidara y supiera de nuevo de otra muerte. Asombra en Alejandra Pizarnik su capacidad para transmitirnos la imagen de su mundo fantasmal, nocturnal, lóbrego, pavoroso. No hay, en ninguna poesía reciente, ejemplo como el suyo. Da la impresión de que, en realidad, Alejandra Pizarnik es el pseudónimo de una difunta que habiéndose apoderado del nombre de alguna persona, o poseyendo a esa persona, la hace escribir unos poemas firmados por Alejandra Pizarnik. Para no ser exagerados, diremos que ella no tuvo conciencia de esto. Pero que sí logró captar el peligro de las tinieblas que la envolvían, las cuales causarían, como apuntamos arriba, otra de sus muertes:

“Estoy con pavura,

háme sobrevenido lo que más temía,

no estoy en dificultad:

estoy en no poder más”.

Es el anuncio de la muerte. La dramática decisión ya tomada en este poema, nos revela lo que vendrá. Por eso estaba con pavura. Tiene conciencia de que hále sobrevenido lo que más temía. Y, ya muerta, declara sin embages: “no estoy en dificultad”. Simplemente, ya murió, ya está en “no poder más”.

Capacidad plena para asumir su muerte, pero incapacidad para conocer la vida. ¿Unos lecturas, unos consejos hubieran ayudado? ¿El cultivo del Zen hubiera ayudado a una mujer tan sensible y tan profunda como esta? ¿Profunda? ¿Era profunda en verdad? ¿Tuvo conciencia de ello? Entonces, ¿por qué se suicidó? Para nosotros, no tuvo conciencia de las sombras que la envolvían, no pudo combatir con su karma, no vislumbró desde la dimensión nocturna en que actuó y escribió, la cumbre de la cual no se regresa más. De lo contrario, imposible admitir un suicidio que pone en duda su trascendencia. Por ello creemos, sinceramente, que Alejandra Pizarnik nunca vivió, sino que fue un fantasma, una muerta, una vida arrancada de alguna sesión de videntes que sí conocieron el círculo en que se movía. En síntesis, ya para dolor nuestro, para terror de nuestro corazón, podemos afirmar que estaba muerta sin saberlo.

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Este texto fue publicado en diciembre de 1972, por la revista Zona Franca (Segunda Época, Número 16).

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Rafael José Muñoz (Anzoátegui, 1928-1981) fue escritor y editor, considerado uno de los poetas venezolanos más destacados del siglo XX. Fue redactor de la revista Zona Franca y colaborador de la Revista Nacional de Cultura. De su obra publicada sobresalen Los pasos de la muerte (1953) y El círculo de los tres soles (1968), especialmente este último, que significó un aporte particularmente original a la poesía hispanoamericana del siglo XX. 


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