jóvenes informalidad
Jóvenes informalidad

La mayoría de los jóvenes venezolanos, al menos 85%, en edades comprendidas entre 15 y 29 años de edad, forman parte de la población que trabaja desde la informalidad en el país, según el economista Dilio Hernández.

La búsqueda de un salario que les permita subsistir les hizo dejar atrás sueños universitarios que, además, se les imposibilitaba costear, debido a la aguda crisis económica de Venezuela.

Para profundizar sobre este tema, La Prensa de Lara entrevistó a varios jóvenes, quiénes a través de sus testimonios evidencian la realidad de gran parte de la población del país.

Venezolano en el el mercado informal

Estos también respaldan las afirmaciones de Hernández, quien señala que la mayoría de la gente entró al mercado laboral informal y que unos 6.8 millones de jóvenes venezolanos terminan en oficios como microemprendimientos, ocupación digital, trabajos a domicilio, venta de comida, servicio de transporte y otros.

De acuerdo con su explicación, de este 85% de jóvenes, 40% se vio obligado a abandonar sus estudios y se registra como deserción universitaria, que se refleja en muchas estadísticas de observatorios de educación en el país. En ese sentido, de todos los jóvenes que viven y quedan en Venezuela, apenas 15% ha podido seguir formándose en una carrera que le permite más adelante tener una opción en el campo laboral formal, apunta el diario regional.

Esto, a su juicio, deja un gran vacío en las empresas o proyectos que requieren de mano de obra profesional y especializada.

«Lo contradictorio es que siguen consumiéndose en la precariedad laboral», continuó. Asimismo, indicó que estos jóvenes se ven forzados a aceptar trabajos donde no devengan salarios superiores a 50 dólares.

«Sigue siendo difícil porque ni les alcanza para adquirir la canasta básica que se estima en 400 dólares», dijo.

A esta problemática le agregó el hecho de que esta condición de informalidad, no les brindan a los jóvenes beneficios como seguridad social para su vejez.

Análisis sociológico

Cuando el sociólogo, Carlos Meléndez, analiza este escenario precisa que los jóvenes ahora prefieren trabajar de manera independiente ante la urgencia de aportar para el sustento de sus hogares, a diferencia de otros tiempos cuando la educación estaba por encima de un salario.

Meléndez recrea un contexto distante de la época de 1950, cuando resalta que la educación y trabajo eran las condiciones para asegurar una mejor calidad de vida, motivación reforzada en el hogar con los padres al pendiente. «La masificación de la educación podía llevar a superar la pobreza», por lo que en esos tiempos un proyecto de vida y la profesionalización era respetada.

Lamenta que la crisis tergiversó ese camino del mérito, cuando hasta se apreciaba alta demanda para graduarse de profesor y este tipo de profesional tenía los recursos para adquirir su casa y vehículo propio. «Pero todo se volcó al trabajo informal con más incidencia desde lo digital», señala Meléndez. Recalcó que desde 2015 los jóvenes sienten preferencia por los trabajos como venta de comida rápida, donde los ingresos son inmediatos.

Señala que la mayoría de estos muchachos solo culminó bachillerato y otros quedaron inconclusos en una carrera y sin esperanza de continuar. «Es tan forzado, que se distorsionó el sentido de bienestar, cuando se confina a la necesidad de comer», rezonga.

Frustración en los sueños

Gerardo Pastrán, del proyecto misionero Projumi, revela que la ausencia de proyecto de vida en ocho de cada 10 jóvenes entre 15 a 35 años, cuando se trata de la etapa productiva nublada por esos sueños que terminaron frustrados. «No quieren estudiar porque se equivocan pensando que se trata de una máquina de dinero», señala de un grupo que terminará arrastrado por la ignorancia.

Olvidan la importancia de prepararse con un título universitario, algo que reprocha Pastrán porque esta coyuntura país será superada en algún momento y entonces se tendría más demanda de bachilleres con oficios como barbería, carpintería, plomería, mecánica y otros.

Testimonios

Carlos Pérez está debajo de un plástico viejo en especie de toldo y detrás de una mesa metálica con yuca, tomates, papas, zanahorias y otras verduras. A sus 21 años decidió trabajar en las calles del mercado Las Catacumbas porque no pudo estudiar criminalística o informática. Debía aportar en su hogar y ayudar en la protección de sus cuatro hermanos menores.

«Se pierden las esperanzas de la universidad, cuando no hay plata», admite con tristeza de no poder prepararse como profesional. La prioridad era la comida en casa y así lo entendió, al decidirse por la venta de verduras.

Desde Río Claro viaja a diario a Barquisimeto a trabajar el fruto de ese préstamo de 200 dólares para adquirir mercancía en 2020. Hace todo lo posible por comprar surtido en Mercabar y así poder asegurar el mercado de su casa.

Otro que vende cambures es Johanderson Yústiz, quien no pudo cursar Psicología, ni siquiera por ser impartida en la Universidad Centroccidental Lisandro Alvarado (UCLA). «Sentí tantos filtros en mis intentos por empezar y me impedía la falta de dinero», confiesa este joven de 21 años, quien debía aportar a sus padres. Confiesa que perdió la fe ante las paralizaciones de clases. Vio más rentable la venta en la calle, que empezó con galletas y luego alternó con cambures.

Ser padre a corta edad

Mientras la carga de responsabilidad para Luis Falcón, con apenas 20 años, se terminó de complicar al tener a cargo su propia familia. Debe cubrir los gastos de su esposa y bebé de cuatro meses mientras vende auyamas, tomates y limones. «No pude terminar el bachillerato porque empezó la pandemia y todo se complicó tanto que tuve que empezar a trabajar», exclama quien tiene facilidad para las matemáticas y se veía como un futuro profesor.

Lo que lamenta es que dicha habilidad sólo la aplica para sacar sus cuentas y tratar de dar con los 7 dólares de ganancia por cada cesta de tomate que adquiere a 15 dólares. «¡A veces uno se queda entre los sueños, esos que no se cumplen!», suelta con un suspiro de desánimo.

Sus rostros reflejan una juventud cansada, corta de años, pero que supera en desgaste por llevar los víveres a diario a casa. Ellos crecieron pensando en un trabajo formal, producto de esa preparación académica desde alguna universidad, pero se les complicó hasta en aquellas públicas. Ni pensar en esas privadas, cuando ni siquiera alcanzan a pagar la primera cuota dolarizada. Solo intentan hacer más llevadero esta cotidianidad y poder superar las expectativas, más allá de la ración de comida.

La desnutrición cobra vida

La poca o mala nutrición de los niños, niñas y jóvenes es parte de un futuro truncado. Así lo denuncia José Ramón Quero desde la asociación Convite en Lara, pues durante el abordaje que hace esta organización en las comunidades, determinan que los niños crecen con las deficiencias de salud por la desnutrición que padecen.

Convite revela que conoce de casos de menores o adolescentes que sufren de anemia y no tienen la misma respuesta cognitiva que un estudiante que tiene a diario una dieta balanceada. «Son condiciones tan lamentables, que a veces ni siquiera teniendo la disposición de estudiar logran buenos resultados por la limitada capacidad cognitiva», manifiesta Quero.

También ha escuchado ese lamento entre los adultos y que retumba entre los niños, al precisar que «un título no sirve para nada». Una resignación que se refuerza a simple vista con las edificaciones de universidades públicas dejadas al olvido y expuestas a los antisociales, sin beneficios para los alumnos. Un ambiente distante a la necesidad estudiantil.

Jóvenes que trabajan en la informalidad están desmotivados

Jóvenes han perdido el interés por alcanzar un título universitario, pues en muchas ocasiones no se ven motivados en el hogar, así que escogen el camino más fácil, un trabajo diario que les permita llevar un ingreso a su casa y ayudar a sus familias. La otra cara motivacional debería ser el Estado venezolano, pero tampoco hay incentivos que llamen la atención de la población juvenil y los empuje al estudio.

Es la apreciación de Gerardo Pastrán, directivo de Projumi, al percibir la baja autoestima social de jóvenes que a partir de los 15 años abandonan su preparación escolar para tomar algún oficio.

«Todo se complica cuando tres de cada 10 jóvenes no tienen claro su propósito en la vida», critica y asevera la falta de orientación desde el hogar, más allá de saciar el hambre como necesidad fisiológica.

Para Yudi Chaudari, doctora en Seguridad Social, anteriormente estudiar era esencial y el Estado ofrecía esa oportunidad, además de los beneficios laborales. «Pero la institucionalidad te abandona y vemos adolescentes desde los 14 años sin mirar hacia adelante», se queja de la falta de protección que empieza desde la alimentación y superar una infancia que crece entre tantas necesidades.

El escenario de las universidades

«¿Qué le estamos ofreciendo como país, cuando ven algunas universidades desmanteladas?», lamenta de esa falta de conexión con lo intelectual que debería partir desde la relación hogar, sociedad y Estado. Llama a no dejar que los jóvenes pierdan las esperanzas cuando se resignan frente a un mercado laboral complejo.

Chaudari critica que adolescentes y jóvenes se limitan a la urgencia de «vivir dependiendo del cobro los 15 y últimos de cada mes». Una situación que los encierra a no tener claro hacia dónde van en la vida y los aportes de la preparación como desarrollo humano. «No podemos vivir pegados al estómago», revelando que se debe ir más allá de buscar el sustento.

Recomienda repensar ese rol de la juventud, desde el nicho de la sociedad y con las esperanzas de seguir creciendo profesionalmente, con el reconocimiento de méritos. Los padres deberían apostar mejor por sus hijos.


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