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Hatim Abdelaziz y Karim Boudiaf luego del partido inaugural ante Ecuador en el Al-Bayt Stadium en Al Khor, Doha. Foto: Odd ANDERSEN / AFP

El partido inaugural del Mundial reforzó algunas sensaciones de la semana pasada, la semana más larga de la historia del fútbol. La Copa del Mundo de Qatar se está jugando en una ciudad pintoresca. En el caso de este particular partido, en una fabulosa carpa para 60.000 personas, en medio del desierto, con paredes alfombradas y una climatización implacable, capaz de albergar una grandiosa ceremonia inaugural, mucho más parecida a las opulentas celebraciones olímpicas. Un estadio enorme en un país sin gente para llenar tantas gradas y sin fútbol para ocupar el césped. Todo esto a un costo de 700 millones de dólares, mucho más que el estadio brasileño más caro inventado para la Copa del Mundo de 2014.

El partido entre los anfitriones y Ecuador causó la impresión de que muchas personas aquí en Doha esperan con ansias la noche del 18 de diciembre, cuando el circo se desmantelará y todos los involucrados – Qatar, FIFA, patrocinadores, aficionados, el propio fútbol – podrán para volver a vivir su vida como antes de esta aventura.

Hasta que la pelota rodó, este sentimiento se basaba más en la molestia (quizás exagerada) de los occidentales que están aquí por trabajo y se cansan rápidamente del choque de culturas, las reglas, las restricciones, la idiosincrasia. Domingo de noche, luego de abandonar en el entretiempo un evento tan raro en la historia como la apertura de un Mundial, el público local se enroló en este ejército de los que quieren ver pronto el final de la Copa del Mundo.

Fue también durante un Mundial que se inventó el ola, esa coreografía en las gradas que existe para un fin muy concreto: marcar con precisión el momento en que deja de importar lo que sucede en el campo. A este desinterés, buena parte del público que acudió a Al Bayt añadió una dosis de irrespeto. Por el juego en sí, por el significado del Mundial para tanta gente que no pudo estar y, sobre todo, por los trabajadores. Tanto para los trabajadores que construyeron este magnífico estadio en las condiciones que ya todos conocemos, como para los trabajadores que vistieron la camiseta qatarí, algunos de ellos también inmigrantes en busca de mejores oportunidades y sobre quienes recayó una tarea difícil de cumplir.

Finalmente, el Mundial demostró que no todo tiene un precio. El dinero qatarí compró a un equipo en París y nada menos que a Mbappé, Messi y Neymar para jugar juntos. En el fútbol de selecciones, afortunadamente (por ahora…), el país con el PIB per cápita más alto del planeta puede ser ampliamente dominado en un duelo contra otro que ocupa el puesto 102 de este ranking.

“El Mundial está en venta” ha sido una crítica frecuente desde que la FIFA de Blatter decidió dar a Qatar el derecho a organizar el torneo de 2022. Media verdad. Con los 220 mil millones de dólares que invirtió el pequeño y rico país de Medio Oriente, fue posible construir estadios que son obras de arte, líneas y estaciones de metro para matar de envidia a los sudamericanos, edificios exóticos de todos los tamaños, academias de fútbol capaces de atraer a los mejores entrenadores del mundo. Pero no fue posible comprar una selección. Y no será posible ganar la Copa del Mundo. Lo que quizás explique la estampida temprana, lo que quizás explique la falta de interés.

* Martín Fernández es periodista de ge.globo, comentarista de Sportv, columnista de O Globo de Brasil y del Grupo de Diarios América (GDA)


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