Cuando llegó a Quito desde Venezuela, Oliver Prada cargaba entre sus maletas un bate y una pelota.

«Lo primero que hacemos los venezolanos en otro país es buscar donde jugar», dice mientras se alista para su partido dominical de softbol, una variante del beisbol.

En las alturas andinas, este médico de 34 años de edad coincidió con cientos de compatriotas forzados como él a emigrar ante la profunda crisis económica y de violencia que golpea a su país.

Sin campos para jugar en Quito, donde el fútbol es el rey, dibujaron con pintura blanca un diamante en el parque Bicentenario, en lo que antes era el aeropuerto de la ciudad. Y convirtieron en su estadio un terreno de grama mezclada con grava.

Conforme la diáspora creció hasta llegar a unos 60.000 en Ecuador, según datos de la embajada venezolana, lograron armar una liga de 16 equipos con 450 jugadores, entre aficionados y algún ex profesional.

«Es como si estuvieras jugando en tu país, en Venezuela», sostiene Prada, coordinador deportivo de la Liga de Softbol de Pichincha, cuya capital es Quito.

Embutidos en ajustados pantalones blancos y camisas en las que resaltan los nombres de los equipos Matatanes, Gavilanes o Embajadores, los venezolanos colorean el panorama.

Con los ojos puestos sobre el bateador, Larry Escalona lanza una bola rápida ante la atenta mirada de las bases y los jardineros.

El caso de este hombre de 47 años, alto y moreno, es especial. Durante 19 años jugó en la selección venezolana de beisbol, y al retirarse montó una distribuidora de artículos de ferretería.

Hace meses cerró ese negocio, que ya no era rentable, y aceptó una oferta de la Federación Ecuatoriana de Softbol en Guayaquil para entrenar lanzadores. Todos los fines de semana viaja a Quito para participar en la liga.

El softbol, que volverá a ser olímpico en los Juegos de Tokio 2020, se practica en el Pacífico ecuatoriano, pero para los quiteños es inusual.


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