Tanto repite el técnico Jorge Sampaoli que la selección argentina es el equipo de Lionel Messi y no el suyo. El capitán parece decidido a dar un paso más. Nadie lo esperaba anoche en el vestuario visitante del Wanda Metropolitano cuando terminó el primer tiempo y él se apareció con ropa de suplente: mono azul y chaqueta blanca, todo con el escudo de la Asociación del Fútbol Argentino.

Había visto el desarrollo en un palco al lado de Manuel Lanzini, lesionado como él. Lo que el entrenador había imaginado que ocurriera sobre el césped se daba en la zona alta del estadio: la sociedad Messi-Lanzini, un proyecto que continuará cuando la tormenta pase y el Mundial esté a días de iniciarse. Pero no pensaba en eso el «10» cuando bajó las escaleras y enfiló hacia la puerta blanca.

«Fue impresionante», dijo a LA NACION una persona que lo vio entrar y plantarse. «Nos sorprendió a todos», cuenta otra. El vestuario es un lugar sagrado para los futbolistas, que la mayoría prefiere respetar: lo que pasa allí, allí queda, como si fuera Las Vegas. Por eso, más que detalles, lo que se pudo reconstruir fue la composición de lugar: describen a Messi como el dueño de un momento crítico. «Habló el capitán», interviene otro testigo.

¿Qué dijo? Su mensaje se centró en la parte positiva de lo que había observado: que siguieran jugando juntos, sin separar las líneas porque que lo estaban haciendo bien así (la posesión en la primera parte fue equitativa). Que tocaran la pelota porque eso es lo que a los españoles más les molesta: que les paguen con su propia receta. Que no se pusieran nerviosos con el toqueteo, que no perdieran concentración. «Sí que habla, eh. Aunque desde afuera parezca callado, tímido, nada que ver», amplía uno de los que presenció ese rato de Messi frente a todos.

¿Y Sampaoli? Considera que lo que hizo «Leo» es lo que se espera de un capitán. No leyó la escena en clave de intromisión ni nada parecido. Era un momento de los jugadores, como él tuvo el suyo para hablar sobre los ajustes que creía había que hacer en el equipo. El guion del segundo tiempo dejó la incógnita: o los jugadores no escucharon ni a Messi ni a Sampaoli o el plan trazado para intentar empatar (España ganaba solo 2-1) fue el equivocado. En realidad, el técnico se fue del estadio sin poder entender el descalabro argentino en los 15 minutos siguientes, cuando se quemaron todos los papeles y los españoles fueron impiadosos.

Unos 12 minutos antes del final del partido, con el 6-1 brillando en los tres marcadores electrónicos del estadio, Messi volvió a bajar del palco, para ya no volver. Decidió esperar a sus compañeros otra vez adentro del vestuario. Los vio llegar, las caras desencajadas por la paliza. Como la de Fabricio Bustos, el chico que penó toda la noche con Isco -autor de un triplete- y ahora tenía ganas de llorar. Con todos adentro, cambió el tono: ya no había soluciones inmediatas posibles porque el desastre de Madrid se había consumado. Su último discurso fue una rápida arenga. Ante derrotas así, hay necesariamente un tiempo en el que lo mejor es hablar poco, interpretó: «Levanten la cabeza. Esto lo vamos a sacar adelante juntos», les dijo antes de saludarlos y despedirse.

La paradoja vino después: afuera lo esperaban Piqué, Jordi Alba e Iniesta -sus verdugos por un día- para subirse los cuatro a un avión que los llevaría a Barcelona. Messi llevaba encima el peso de la derrota, igual que si hubiera jugado. «Está más compometido que nunca», mira hacia adelante uno de los que lo escuchó. No es poco: todos en la intimidad saben que la selección, como nunca antes, le pertenece al capitán.


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