Amarelinha
Fanáticos de Brasil en el Estadio 974 en Doha. Foto: NELSON ALMEIDA / AFP

El impacto más importante de las dos victorias de Brasil en la Copa del Mundo no se sintió aquí en Qatar, donde se lleva a cabo el torneo. La solidez del trabajo de Tite ya era conocida y la selección brasileña llegó a Medio Oriente como una de las grandes favoritas. La plantilla final elegida por el técnico para disputar el Mundial, con nueve delanteros, fue una declaración de intenciones muy elocuente, transformada en acciones prácticas en las victorias sobre Serbia y Suiza. La única duda que existía acerca de la selección brasileña era cómo se comportaría ante rivales europeos, porque no ha podido enfrentarse a ninguno de ellos en los últimos cuatro años. Pero Brasil se impuso a dos rivales que marcan fuerte y juegan bien cuando tienen la pelota. El mundo del fútbol reunido en este desierto poblado de estadios suntuosos entendió todo esto como una confirmación de expectativas.

Pero en Brasil, seis husos horarios atrás, el impacto simbólico fue brutal. Los goles de Richarlison contra Serbia y de Casemiro contra Suiza consolidaron un movimiento para rescatar el instrumento de soft power más poderoso de Brasil: la camiseta amarilla con cinco estrellas sobre el escudo de la Confederación Brasileña de Fútbol. A Amarelinha. La armadura de Pelé y Garrincha, de Tostão y Rivellino, de Romário y Ronaldo, la llave mágica que abre puertas en todo el mundo, el último símbolo de lo que Brasil sabe hacer mejor. Todo eso había sido secuestrado por Jair Bolsonaro y sus lunáticos seguidores de extrema derecha. Lo que llevó a personas sensatas en Brasil, en todo el espectro político, a rechazarlo, a esconderlo en cajones.

El uso político de la camiseta empezó a tomar fuerza en 2016, cuando manifestantes salieron a las calles para exigir el derrocamiento de la presidenta Dilma Rousseff. Pero fue Bolsonaro quien supo aprovechar al máximo toda esta situación de indignación contra la política y transformó la camiseta de la selección brasileña en un uniforme de su propio ejército.

Y así, lo que siempre ha sido motivo de orgullo para el país, terminó siendo protagonista de momentos lamentables. En los peores días de la pandemia de covid-19, que mató a cerca de 700.000 personas por el comportamiento negacionista de Bolsonaro, personas vestidas de amarillo interrumpieron el tránsito de ambulancias en la avenida Paulista y protestaron frente a hospitales llenos de enfermos. En los últimos días, la camiseta estuvo presente en la puerta de instalaciones militares donde adoradores de los golpes militares piden… un golpe militar.

Pero luego llegó el fútbol para devolver las cosas a sus debidos lugares. En Brasil, los Mundiales siempre son motivo para que la gente pinte las calles con los colores de la bandera y se vista de amarillo y verde y azul. El hecho de que el delantero Richarlison marcara los dos primeros goles de la selección en Qatar hizo todo más fácil. El número 9 de Brasil siempre ha defendido las buenas causas -la defensa del medio ambiente y de las vacunas, la lucha contra el racismo y la homofobia, entre muchas otras- sin tener que declarar su apoyo a ningún político en particular. Cuando quedó claro que el país recuperaría la camiseta amarilla y no aceptaría su secuestro por parte de la extrema derecha, los líderes de las protestas golpistas dieron órdenes de abandonarla y reemplazarla por ropa negra o de camuflaje. Mejor así. Da igual cuál sea el resultado de la selección brasileña en Qatar. Un triunfo histórico se ha logrado.

* Martín Fernández es periodista de ge.globo, comentarista de Sportv, columnista de O Globo de Brasil y del Grupo de Diarios América (GDA).


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