Ramírez
FOTO Ramsés Romero

Desde que José Luis Ramírez tuvo su primer acercamiento al estudio de los seres vivos, nació en él su interés por comprender la complejidad de la biodiversidad. Luego tuvo la certeza de que dedicaría su vida, a través de la biología, al saber de las ciencias naturales.

Él, un hombre curioso, sencillo y disciplinado, asumió desde muy joven que eran muchos los sacrificios que tenía que hacer para estar a la altura de los retos de la ciencia. Pero entendió también que esos sacrificios nacían desde la vocación. No desde la obligación.

Hace 49 años, después de recibirse como biólogo en la Universidad Central de Venezuela, José Luis Ramírez realizó un doctorado en Biología Molecular en la Universidad John Hopkins, en la ciudad de Baltimore, Estados Unidos. Se había ganado una de las becas más importantes del país. Entonces tenía 29 años, era un investigador que había hecho su carrera estudiando de noche y trabajando de día —como profesor al principio y después como técnico en el Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas (IVIC)— y llegó a Norteamérica con la determinación de aprender sin descanso. Por su edad, pensaba que estaba en desventaja frente a sus compañeros que apenas salían de la adolescencia, pero en el camino se dio cuenta de que la constancia era la llave para llegar lejos.

Cuatro años después regresó al país como el gran biólogo de la época. Hoy, para muchos, es el padre de la Biología Molecular en Venezuela. “A mí no me gusta ser padre de nada sino de mis hijos”, se apresura a decir entre risas, en las instalaciones de la Fundación Instituto de Estudios Avanzados (IDEA), en el estado Miranda. “Eso me hace sentir como un fósil viviente, o como si fuera el Simón Bolívar molecular”.

Hoy tiene 78 años de edad, pero todavía recuerda con precisión las ansias que sentía, antes de cumplir 33 años, de regresar al país. No solo terminó antes de tiempo sus estudios, sino que regresó con 2 publicaciones internacionales.

El IDEA ha sido su lugar de trabajo desde hace 25 años. Está ubicado en la carretera de Hoyo de la Puerta. Al pasar la entrada se encuentran cuatro edificaciones pequeñas de laboratorios, todos especializados en diferentes áreas.

La primera sala de laboratorio dentro del IDEA es la de genética forense. Es donde se procesan las muestras que llegan al instituto y donde se analizan restos antiguos. En el extremo contrario del pasillo está el laboratorio de servicios, donde se hace la manipulación génica, los plásmidos, las recombinantes, los experimentos.

Hay otro laboratorio, con máquinas de tecnología avanzada, pero el paso es restringido. Es donde trabajan con RNA, una molécula sumamente delicada que todo lo contamina y lo degrada.

Ramírez
José Luis Ramírez ha dedicado 50 años a la investigación y al desarrollo de herramientas para diagnóstico | FOTO Ramsés Romero

A Ramírez sus 5 décadas como biólogo le han valido para hacer grandes aportes a la ciencia, que ha materializado en 154 publicaciones en revistas internacionales además de unos 10 reconocimientos nacionales, el más reciente de ellos el «Lorenzo Mendoza Fleury», el premio científico más importante que entrega el sector privado en Venezuela, otorgado por la Fundación Empresas Polar.

—El mayor reconocimiento que yo tengo son los comentarios que hacen mis discípulos, mis estudiantes, esa es la recompensa más grande. El mayor premio es que te recuerden bien. Y el otro premio son tus hijos, que te quieran, que les guste compartir contigo.

Habla con voz serena. Tiene el pelo cano y las manos como objetos de una impetuosidad frágil.

Su éxito se lo atribuye a la persistencia. Su referencia, dice, es Gladwell y su método de las 10.000 horas. “Él argumentaba que toda la gente que ha sido exitosa ha cumplido ese riguroso método; que en su quehacer se concentran, son persistentes. No existe nada que no conlleve un esfuerzo tremendo. La sociedad venezolana, por ejemplo, no es persistente”.

—¿Por qué no lo es?

—Porque la gente tiene la mecha muy corta y además de eso, frente a cualquier problema, arrugan. Y para prosperar en esta sociedad, no solamente tienes que ser persistente sino muy fuerte de carácter para no dejarte doblar por los problemas.

Nació el 4 de enero de 1944 en Valencia, en el barrio El Socorro, en una casa que no recuerda porque solo vivió allí durante su primer año de vida y después fue derribada para construir un acuario. Sus padres, Carmen Ochoa, contadora y ama de casa, y José Domingo Ramírez, comerciante, se separaron antes de que él naciera. Solo tuvo una hermana. Su crianza se desarrolló en Caracas, con su mamá, su hermana, una tía que nunca se casó y su abuela materna. Vivieron alquilados por muchos años entre Los Rosales, Los Castaños, El Cementerio, Los Jabillos, en la parroquia Santa Rosalía.

—En ese tiempo no había ranchos, sino casas muy viejas, de cuando se hizo el Cementerio General del Sur, en 1876, en el gobierno de Guzmán Blanco. Mi mamá alquiló una y vivimos ahí muchos años. Por la avenida principal aún estaban las vías férreas de un tranvía que en años anteriores pasaba por ahí. Tenía un corral inmenso con matas de mango, era otra época. Teníamos de todo, porque yo tenía un tío que era ingeniero de carretera y construía en los llanos las carreteras que se conocen como lomas de perro, entonces él nos traía alcaravanes, corocoras; una vez se presentó con un picure, teníamos gallinas, era una infancia muy divertida.

Su tío Rafael tuvo siete hijos, también se convirtió en la figura paterna de Ramírez y su hermana. De él heredó la determinación de inventar cosas, el gusto por la buena música y la lectura. Además de ingeniero, construía lanchas y motores. También era pianista. “Tenía una creatividad que era desbordante, es el ser más inteligente que yo he conocido”.

Rafael murió a los 36 años de edad de un derrame cerebral, así que la compañía donde él trabajaba le construyó una casa a la familia en Los Castaños. Allí se mudaron todos juntos: su mamá, su abuela, su tía, su hermana y sus siete primos, con quienes compartió las travesuras más ingeniosas. Era una vivienda grande, con un terreno en la parte trasera, una azotea enorme y un garaje. Ramírez apenas tenía 7 años.

—¿Su interés por la ciencia lo descubrió siendo niño?

—Entre los 8 y los 10 años. Tenía una profesora de ciencias, se llamaba Amalia Sanoja. Cuando nos empezó a hablar del corazón humano, yo me interesé mucho en eso, quería  saber cómo funcionaba. Con mis primos me la pasaba coleccionando animales, haciendo experimentos con ellos, sadismo diría más bien. Cuando estaba en quinto o sexto grado en el colegio estudiábamos una paloma disecada para ver qué tenía por dentro, pero nosotros, por sadismo, la volvíamos a coser para ver si volvía a vivir.

Se relacionó con la política desde muy temprano y fue miembro activo desde su adolescencia. Era la época de la dictadura de Pérez Jiménez. No había empezado el liceo cuando ya sabía de la situación política que vivía el país; incluso en el colegio, cuando cursaba sexto grado, ya se escuchaban rumores de complot por parte de militares contra el dictador. En 1958, con 14 años, cursando primer año de bachillerato, conocía de lo que se hablaba dentro del componente militar, porque estudiaba con hijos de militares. “El 23 de enero de 1958 se dio el golpe de Estado. Yo estaba muy loco. Andaba con una gente que era de Acción Democrática y tenían armas. Después, en un determinado momento, me acerqué más a la gente del Partido Comunista. Nunca fui a la guerrilla, pero sí me involucré mucho en eso”.

—Su mamá debió vivir preocupada en esa época.

—Mi madre sufría mucho, por supuesto. Pero cuando Rómulo Betancourt comenzó las redadas al Partido Comunista, yo me alejé de ese tipo de cosas. La casa del partido la allanaron y me salvé de milagro de una masacre. Ese día no fui porque mi madre me tenía confinado. De ahí en adelante me separé de eso, tenía 16 años.

En esa época intervinieron hasta las instituciones educativas, incluido el Liceo Aplicación, donde estudiaba Ramírez. Por toda esa situación cursó el último año en un colegio privado.

—¿Estaba decidido por la biología?

—Cuando estaba terminando las clases me ofrecieron entrar en la Facultad de Medicina, pero yo había ido de visita con el colegio a la Universidad Central y estuvimos en el Jardín Botánico. Ahí conocí a un profesor que se llamaba Leandro Aristiguieta, que nos mostró las instalaciones de la escuela, nos puso a recoger las plantas y a clasificarlas, y todo aquello me pareció fascinante. Me pareció tan fascinante aquello que dije: “Yo no quiero estudiar Medicina”.

Pero en aquella respuesta, cuenta, también influyó que su mamá no tenía los recursos para pagarle una carrera de seis años en los que él no iba a poder trabajar. “Y no me equivoqué porque en la Facultad de Medicina realmente, aunque es muy buena en la parte clínica y en muchos aspectos, no había en ese momento nada de lo que a mí me gustaba”.

—¿Qué le gustaba?

—Ahí los médicos no veían ni genética ni matemática. Mientras que la Facultad de Ciencias estaba iniciando un cambio extraordinario y entonces ya estaba metido en lo que era la ciencia experimental. En esa encrucijada se abrió el cupo en la Escuela de Biología y comenzamos 360 estudiantes, de los cuales nos graduamos 10 en los 5 años, contando el año en el que Caldera intervino la universidad. Fue un amor a primera vista y gracias a Dios no me equivoqué.

—¿Ya en ese tiempo estaba más tranquilo?

—No, era muy tremendo. Me gustaban las fiestas. Hasta que un día, llegando de una parranda de esas, mi mamá me dijo que no se iba a meter más en mi vida. Tenía 18 años. Después de eso me acomodé, me convertí en un estudiante modelo.

La mayor parte de su tiempo lo invirtió en su formación. Ramírez veía clases en la mañana y era profesor en las tardes, hasta que comenzó a trabajar como técnico en el Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas (IVIC) y tuvo que estudiar de noche. Trabajaba en el área de fisiología con vejigas de sapos, haciendo experimentos de transportes de iones a través de membranas.

—¿Qué puede decir de su formación universitaria?

—Yo tuve mucha suerte porque en los años sesenta llegaron huyendo de la dictadura muchos argentinos de altísima calidad, algunos incluso habían sido estudiantes de premios Nobel y nosotros tuvimos la suerte de ser sus alumnos en la Facultad de Ciencias. Con mi tutor empecé a estudiar el ADN, regeneración hepática en ratas, y fue él quien me dijo que tenía que aplicar afuera para hacer un doctorado.

Una década más tarde, en los años setenta, comenzó el auge de la biología molecular. Los científicos empezaban a experimentar con ADN recombinado: una molécula de ADN artificial formada de manera deliberada in vitro por la unión de secuencias de ADN provenientes de dos organismos distintos que normalmente no se encuentran juntos. Con esto lograban una modificación genética que permite la adición de una nueva secuencia de ADN al organismo, conllevando a la modificación de rasgos existentes o la expresión de nuevos rasgos.

—Cuando llegué apenas estaba naciendo la biología molecular, lo que es ahorita recombinante, vacunas recombinantes, organismos transgénicos, todas esas cosas estaban en su germen y había entre los profesores dos premios Nobel, había uno que había aislado las enzimas que cortan el DNA, otro que había hecho la replicación del ADN de los virus SV40 de virus de simios, teníamos profesores increíbles. Yo trabajaba en el Carnegie Institution of Washington, que quedaba en Baltimore. El primer recombinante genético de la Universidad de Stanford lo hizo Stanley Cohen. A un estudiante de posdoctorado de ellos nosotros le dimos el DNA para que hicieran un organismo transgénico de una bacteria con DNA de sapo adentro, un sapo surafricano. La persona que hace eso luego vino de posdoctorado a mi laboratorio y me enseñó todas las técnicas de biología molecular, aprendí de primera mano de los creadores. Así que empecé a hacer biología molecular, recombinantes y todo eso, con la gente que lo creó.

—¿Y esos años allá cómo fueron?

—Allá la mayoría de las personas se gradúan en 5 ó 6 años de doctorado, yo me gradué muy rápido porque terminé antes de los 4 años, que es el tiempo de residencia que estipula la universidad. Trabajaba de día, de noche, en verano, porque me quería devolver, aunque tenía ofertas de trabajo allí. Recuerdo que cuando me fui a estudiar allá tenía 29 años, y uno con esa edad ya está un poco mayor, porque la mayoría de los estudiantes de Estados Unidos tienen 23-24 años. Llevaba la vida de un estudiante básico, nada de distracciones, ahorrando más que bicicleta en bajada, y fue una vida de mucha dedicación: día y noche estudiando, yendo a la biblioteca, yendo a trabajar al laboratorio toda la noche. Como terminé antes, el tutor me dijo que hiciera otra cosa extra. Entonces me puse a ayudar a un japonés al que no le estaban dando los resultados de una investigación, de día y de noche, hasta que lo logré resolver. Por eso me gradué con dos publicaciones buenas: una con el japonés y una mía.

—¿Cómo aplicó en Venezuela todo lo que había aprendido?

—Cuando yo llegué al país, en 1977, nadie sabía de lo que estaba hablando. Hubo un cambio paradigmático en cómo se hacía la biología experimental. En el laboratorio de la UCV nadie sabía lo que yo estaba haciendo. Me decían que era un tipo arrogante por lo que decía, que yo creía que sabía más que todo el mundo, esos celos de nuestro patio. Realmente no entendían lo que yo hacía. A diferencia de ahora, que todo son kits con los que se trabajan, yo hacía mis propias herramientas: mis enzimas de restricción, mis marcadores, todo. Ya no se hace eso. Pero inmediatamente después de que yo monté mi laboratorio empezaron las necesidades, la gente empezó a descubrir, se dieron cuenta de que para analizar el virus de la hepatitis se necesita hacer ADN y se necesita aislar el virus. En ese momento preguntaban: “¿Quién hace esa broma acá?”. José Luis Ramírez en el IBE (Instituto de Biología Experimental). “Hay que estudiar el virus del papiloma, ¿quién hace ese DNA?” José Luis Ramírez en el IBE, el IVIC no tenía tecnología DNA. Nadie hacía biología molecular.

—¿De qué han sido sus publicaciones?

—Hay de papiloma, de paternidades, de Helicobacter, de hepatitis, en muchas de esas publicaciones lo que hacíamos era desarrollar herramientas para diagnóstico, o sea, basado en el conocimiento de biología molecular uno dice: mira, tal cosa se puede hacer, por ejemplo, para el mal de Chagas y para la leishmaniasis. Nosotros desarrollamos de cero las primeras herramientas moleculares para el diagnóstico de esas enfermedades en el país, son únicas. Desarrollamos un kit de papiloma, eso lo pagó Empresas Polar. Entonces desarrollamos herramientas de PCR para hacer el diagnóstico del virus de papiloma causante de malignidad en papanicolau. En casos de virus de hepatitis colaboramos con mucha gente detectando las variantes de virus que corrían en el país. Sobre helicobacter colaboramos con la gente de la Universidad Centroccidental Lisandro Alvarado, en Barquisimeto, detectamos cuáles eran los tipos prevalentes que causan el cáncer estomacal. Con Polar desarrollamos un kit que detecta bacterias que pueden contaminar las bebidas. Con Polar también trabajamos en la detección de transgénicos con kits desarrollados acá. Participamos en el desarrollo del genoma del Trypanosoma cruzi en 2005 y lo publicamos en la revista Science; fue un trabajo internacional, muchas personas involucradas, pero nosotros desarrollamos en Venezuela una tecnología que fue única y muy valiosa, que es cómo atrapar los telómeros del parásito. Eso lo desarrollamos nosotros y es la tecnología que actualmente se está usando más; lo publicamos hace muchos años. Hemos desarrollado tecnologías únicas acá, así como también han sido nuestros descubrimientos. Uno de ellos fue la permanencia de los parásitos aun después de la cura clínica, algo que cuando lo publicamos la gente decía: “Eso no puede ser”. Pero nosotros detectamos que el mal de Chagas, una vez que se produce, el parásito nunca se elimina, a pesar de que la gente no tiene síntomas. Nosotros detectamos en una mujer embarazada que se había curado de la leishmaniasis hacía 30 años que todavía tenía la enfermedad en la sangre. Eso salió en revistas importantes y por eso nos citan mucho, porque fuimos los que descubrimos las primeras evidencias de la persistencia del parásito, que se las ingenió para mantenerse en equilibrio con su huésped. Son aportes importantes que hemos hecho al concepto de la epidemiología de la enfermedad, por eso es que tenemos muchas citaciones, yo tengo casi 5.000 a mi trabajo en el ámbito internacional.

La biología también ha estado presente en su vida sentimental. Tuvo tres matrimonios con colegas. A su primera esposa la conoció cuando tenía 20 años de edad, se graduaron juntos y se fueron a Estados Unidos cuando iba a hacer el doctorado. A ella, recuerda Ramírez, no le gustó la experiencia. Regresó al país. Se divorciaron.

Con su segunda esposa tuvo sus únicos dos hijos, David José y Virginia. Estuvieron juntos 14 años, ella también es bióloga. El último matrimonio fue con una estadounidense, otra bióloga que conoció cuando se fue un año sabático a Seattle. Ella vino a Venezuela y vivieron juntos 10 años, hasta que la situación económica del país se volvió un problema. Desde entonces, hace 6 años, está soltero. “Lo que pasa es que esta vida tiene un costo alto desde el punto de vista familiar, porque uno vive todo el tiempo muy enfocado en su trabajo, es difícil. Y no soy yo el único que ha pasado por eso, casi todos mis amigos han tenido unos cuantos divorcios”.

—Los biólogos viven de resolver problemas científicos, ¿cómo le ha ido con los personales?

—Resolver problemas de la vida es más difícil que los de la ciencia. El primer divorcio no fue fuerte pero el segundo sí, cuando hay hijos de por medio es traumático, aunque se resolvió bien y mantuvimos la armonía. Después de eso hay que volver a rehacer la vida, volver a comprar apartamento, carro, en mi caso montar otro laboratorio; yo he montado cuatro laboratorios.

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José Luis Ramírez hizo un doctorado en Biología Molecular en la Universidad John Hopkins | FOTO Ramsés Romero

Desde 1997, Ramírez se ha mantenido trabajando en el IDEA, centro de biotecnología que tiene un componente de investigación y otro de servicio. Allí procesan análisis de paternidades y filiación biológica para clínicas privadas, exámenes para personas que tengan disputas familiares, se trabaja con casos criminalísticos, de identificación de personas desaparecidas y con casos de accidentes aéreos en los que no se puede reconocer a las víctimas. También se hacen pruebas PCR, y se llegó a analizar el genoma de la variante Delta del covid. Prestan servicio a hospitales públicos, al Ministerio Público y al Cicpc. A Empresas Polar le hacía la inspección en el maíz, para asegurar que no fuera transgénico. Dio clase de posgrado por casi 40 años, fue coordinador de un programa de biotecnología de Naciones Unidas durante 18 años, que lo mantuvo viajando 17 veces al año por todo el continente, fue asesor en la creación del Centro Tecnológico Polar y se mantuvo 14 años en el cargo.

—A veces tenía hasta cuatro trabajos, pero ya no puedo llevar el mismo ritmo.

Todavía no ha terminado de consolidar el laboratorio donde trabaja actualmente. Debido a la crisis de los últimos años y los bajos sueldos, perdió a gran parte del personal y se quedó solo con siete personas. Lleva bastante tiempo tratando de contratar a biólogos moleculares, pero ha sido difícil porque los laboratorios de las universidades han estado cerrados.

—Ahora se están reactivando porque la ministra de Ciencia y Tecnología, Gabriela Jiménez, le ha estado metiendo dinero a los laboratorios de biología. Ella es biólogo y conoce el problema. Es una persona muy inteligente, está al día en los trabajos científicos, es la única ministra que ha pasado por ese ministerio que no es burro, gracias a Dios y a la Virgen. A nosotros nos toca mantener la investigación, porque si dejamos que esto se caiga, el país va a quedar en la ruina.

—¿Son muchos los que no están funcionando?

—En el país tenemos seis laboratorios que hacen exámenes de paternidad genética: aparte del de nosotros, el del Cicpc, la Guardia Nacional, la Fiscalía, el IVIC y uno en Maracaibo. Nosotros somos el único activo. En Maracaibo compramos un secuenciador en un proyecto y está parado, hay laboratorios particulares que se dedican a eso, pero para la Fiscalía, para los tribunales, esos resultados no tienen valor legal, solo los del IVIC, de la Universidad del Zulia, del Cicpc y los de nosotros.

Ramírez no comparte las opiniones de quienes piensan que lo mejor es no hacer nada por tratarse de instituciones controladas por el gobierno, porque «el trabajo de los investigadores es para el país». Cree que no debería excluirse a los investigadores opositores al gobierno porque es gente muy capaz que trabaja por Venezuela. Aunque reconoce que no siempre en el IDEA han tomado en cuenta sus propuestas, por mucho que sean por el bien de todo un país. Hace algunos años —dice— cuando Chávez estaba vivo, en el instituto trabajaban con el Sistema Codis, un programa creado por el FBI de apoyo a las bases de datos criminales de ADN del Departamento de Justicia. Este programa informático contiene bancos de datos locales, estatales y nacionales de perfiles de ADN de personas condenadas, pero con el rompimiento de las relaciones bilaterales entre Venezuela y Estados Unidos, todo eso se detuvo y Chávez se negó a tener una base de datos de criminales porque, decía, a un delincuente no hay que marcarlo para toda la vida. Ramírez también propuso una base de datos para el ejército, para los bomberos y empleados de refinerías, pero también se opuso.

—Cuando el incendio de Tacoa murió un gentío, ¿qué hicieron con los restos? Como no los pudieron identificar porque estaban calcinados, hicieron una mochila, los enterraron en un sitio e hicieron un monumento. Si se hubiera tenido una base de datos de todos los bomberos o de quienes trabajan en refinerías, se hubiera podido identificar a cada persona y los familiares hubieran podido recibir sus restos.

José Luis Ramírez se levanta a las 5:30 de la mañana cada día, se prepara café y hace ejercicios antes de desayunar. Después practica francés por media hora. Lo hace con una aplicación desde hace dos años y está orgulloso porque ya está leyendo lo que él llama «libros serios» en ese idioma. También lee libros en inglés, español y portugués. En el instituto, a diario, revisa qué estudio nuevo salió para mantenerse al día en la ciencia y por las tardes hace yoga. Los domingos escucha solo música clásica.

En sus vacaciones se dedica a la jardinería. Tiene una casa en la Culata, Mérida, en la que tiene media hectárea de tierra y desde hace algunos años ha cultivado plantas típicas de la región como pino laso, árboles de aliso, de curuba, de urumaco, plantas ornamentales como la astromelia y capacho, níspero japonés, aguacate, papa, maíz de cotufa y de verdura, y aunque en esa altura de hasta 2.600 metros no se dan los cítricos, logró sembrar limón. Dentro de la casa tiene una biblioteca y le ha dedicado tiempo a la lectura durante toda su vida; es un lector ávido del género policial, de intriga y espionaje, novelas históricas, modernas de crímenes. Sus autores favoritos son los escandinavos. Toca el cuatro. Le gusta hacer snorkel.

—¿Y cree en Dios?

—La mayoría de los biólogos somos agnósticos porque vemos la vida como un proceso natural, una cosa extraordinaria y fascinante. A veces las religiones para nosotros causan un poquito de retraso si no son bien manejadas. Hay gente que admite los procesos biológicos y lo que uno hace como una cosa de bien; otros son fanáticos y dicen que nos estamos convirtiendo en Dios manipulando el genoma que el Creador les dio. Yo no veo el mundo de esa manera. Yo veo que nosotros somos animales. Si uno hurga profundamente en información genética, somos tan animales como un perro o un gato. O sea, son los mismos mecanismos, hay quienes dicen que no tienen alma, pero es porque no los conocen ni cómo se comunican; pero nosotros, mientras más conocemos a los organismos, más respetamos a los animales. La biología es un mundo que no tiene límites, uno sigue hurgando y hurgando y no le consigue fin, y eso hace que muchos biólogos terminen siendo muy religiosos, porque dicen: “Esto nunca lo vamos a entender por la vía científica”. Y es que la vida es algo tan sorprendente que parece que interviniera un poder mágico. Pero ese mismo hecho de que nunca nada termina de conocerse es lo que permite la curiosidad. Al biólogo lo motiva la curiosidad de los procesos que ocurren, y cada día es un mundo inagotable para la biología. El asunto está en lo complejo.

—¿Pero no es su caso? ¿Usted no se ha vuelto religioso? ¿No tiene fe?

—Yo no siento fe, porque fe es creer en algo sin dudar y eso no es compatible con una persona que está siempre cuestionando cosas. No soy religioso, no rezo. Desde que hice la Primera Comunión he procurado no pisar una iglesia.

Es muy fácil sacarle un elogio a Ramírez y mucha la admiración que expresa cada vez que tiene oportunidad de hablar de algún colega. Aunque piensa que tiene sus detractores en el gremio, como todo el mundo. “Nadie le tira piedras al árbol si no tiene mango. Pero lo que hay que hacer es enfocarse en el instinto de superación. No darse por vencido, tratar de superarse y olvidarse de lo que pasó. No tenerle rabia a nadie”.

Se describe como alguien poco tolerante con los que hablan pendejadas y los que discuten por discutir. No le gustan los ambientes ruidosos, pero eso se lo atribuye a la sensibilidad que tiene en uno de los oídos luego de una operación a la que se sometió.

—¿Cómo hace en las reuniones familiares?

—En mi familia hay mucho gritón. Cuando se reúnen mis sobrinos, me pongo antipático y les digo: ‘Bueno, habla tú primero, ¿quién va a hablar?’, porque de lo contrario no oigo a nadie. Se quejan, ‘coye, tío’, pero les digo que se pongan de acuerdo porque si no me voy. Eso pasa mucho en los restaurantes, la gente empieza a subir el volumen poco a poco y cuando vienes a ver tienen una algarabía, y yo me siento perdido. Entonces, no los tolero.

Los biólogos suelen ser minuciosos, obsesivos y anónimos. Aunque los rostros visibles de la ciencia casi siempre son los médicos, un tipo a quien nadie reconocería en la calle puede ser responsable de la creación de una vacuna o un antibiótico.

En una institución privada, afirma, no podría hacer investigaciones porque no tienen los recursos necesarios para financiarla, por eso se ha mantenido trabajando en el IDEA.

—Una de las cosas que me martiriza y a la que no se le consigue una efectiva contra es al parásito que produce el mal de Chagas. No se pueden generar vacunas porque este parásito desarrolló una estrategia que ningún otro tiene: es capaz de engañar al sistema inmunológico mediante las proteínas que aparecen en su superficie y nosotros estamos metidos de lleno para entender cuál es la dinámica de su genoma para saber por qué es un enemigo tan formidable. Ayer pasé todo el día pensando en una proteína con la que estoy obsesionado porque no logro saber qué hace ella, estuve intercambiando información con un venezolano que trabaja en Inglaterra, que trabaja en genómica. Eso me tiene obsesionado.

—¿Tiene muchos años con esa obsesión?

—Esa obsesión tiene en mi mente como 16 años y mi sospecha con la proteína tiene más o menos el mismo tiempo, pero estoy seguro de que es la clave. Otra obsesión es saber cómo se genera la variabilidad genética en el parásito, en lo que tengo enfocado más de 20 años. Ahí sí hemos tenido avances.

Poder desarrollar sus investigaciones durante los últimos cinco años ha sido muy difícil debido al abandono por parte del régimen de los laboratorios del país, razón por la cual ha tenido que recurrir a laboratorios en España, Uruguay, Argentina y Brasil para poder hacer sus experimentos. “En cierta manera he tenido que compartir mis descubrimientos con otros colegas porque aquí no los podía hacer. Eso me ha producido una gran frustración, que no he podido desarrollar mis ideas en Venezuela, porque si uno hace laboratorio con gente de España, por ejemplo, son ellos quienes se llevan el crédito. Es frustrante”.

A Ramírez también le aflige que en el país no hay generaciones jóvenes liderando los laboratorios. En la mayoría, el más joven de todos tiene un promedio de 60 años, cuando deberían contar hasta con generaciones de 30 años. Su expectativa —dice— es que en el IDEA pronto puedan contratar a 3 o 4 doctores jóvenes, porque él ya está de salida.

@Kzcastilla


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