«Inyectamos esto en las venas del paciente y, en menos de un minuto, se va, cae dormido y luego muere. Sin sufrimiento, sin dolor», dice el doctor Yves de Locht mientras sostiene entre sus dedos un pequeño vial con un líquido.

De Locht practica la eutanasia en Bélgica, uno de los países con una de las políticas más liberales al respecto.

La eutanasia activa, o muerte asistida por intervención deliberada, es legal allí y en sólo unos cuantos países más: Holanda, Luxemburgo, Canadá y Colombia, mientras algunos estados de Estados Unidos permiten ciertas variedades de muerte asistida.

En Bélgica se legalizó en 2002 y, en promedio, se les aplica a seis personas al día. El año pasado, médicos belgas pusieron fin a 2.357 vidas con el procedimiento.

El doctor de Locht —quien ha realizado más de 100 eutanasias— constantemente recibe solicitudes de pacientes que quieren morir.

Pero por razones personales y emocionales dice que sólo puede realizar una al mes.

«Es un acto importante, difícil, que tiene un gran impacto emocional», reconoció. «Yo no lo llamo matar un paciente. Le acorto su agonía, su sufrimiento. Le proveo el cuidado final».

La BBC siguió los pasos del doctor de Locht durante la consulta con tres pacientes que solicitaron su intervención.

Alain tiene Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), una condición que debilita todos los músculos gradualmente.

En promedio, los pacientes con ELA mueren a los tres años de ser diagnosticados.

Con sus dos hijos, ha viajado 700 km desde Francia, donde la eutanasia es ilegal, para lograr que lo asistan a terminar su vida cuando su situación empeore.

Llega al consultorio en una ambulancia, la única manera en que pudo ser transportado, señala De Locht.

El doctor quiere asegurarse de que la solicitud es por voluntad del paciente y le pregunta sobre cuándo tomará la decisión.

«Creo que para cuando pierda la habilidad de comunicarme y moverme», responde Alain.

De Locht le explica que la intervención se hará en un pequeño cuarto del hospital y que en podrían estar uno o dos miembros de la familia.

Es decisión de él si quiere que sus hijos lo acompañen en sus últimas horas, pero ellos también tienen la opción de si quieren estar presentes.

Según el doctor, Alain cumple con las tres condiciones básicas para solicitar la eutanasia: «Tiene una enfermedad incurable y un sufrimiento que no puede ser aliviado», indica, y «ha hecho una solicitud por escrito. Tengo el documento aquí».

Alain regresó a casa con el consuelo de que podía pedir la eutanasia en cualquier momento. Sin embargo murió poco después, en febrero, de complicaciones respiratorias.

«Debemos aceptar que no podemos curarlo todo», dice el doctor De Locht a la BBC. «Cuando no podemos curar, nuestro papel es intentar aliviar al paciente, paliar su dolor. Así que cuando llego hasta el final continúo haciendo mi labor de médico».

Louise tiene 79 años y está en buen estado de salud. Es paciente del doctor De Locht y, aunque la eutanasia no «está en la agenda» inmediata, quiere asegurarse de que la opción esté disponible para ella si llegara a necesitarla.

«Pienso que hay que enfrentar la muerte y, si se puede, esperarla de pie», afirma. «Es algo que nos afecta a todos, pues todos vamos a morir, pero tengo el derecho a exigir calidad al final de mi vida».

Louise sostiene que la eutanasia es una manera más humana y más eficiente de finalizar la vida. «No quiero terminar en un lugar que huela a orina», exclama.

Sabe, sin embargo, que por ahora su solicitud será denegada.

«Es difícil decir ‘no'», dice el doctor De Locht. «Estamos forzados a escoger, frente a la cantidad de solicitudes, así que siempre tomo a los pacientes más graves».

Aunque ha realizado más de 100 eutanasias, ha tenido que negarse y no siempre por razones médicas.

«Por razones afectivas, de ninguna manera les practicaría la eutanasia personalmente a gente que conozco muy bien o a miembros de familia», reconoce.

La noche antes de practicar la eutanasia, el doctor De Locht visita a su paciente, Michel, quien espera con su esposa.

Michel, de 82 años, es un exjefe de policía que sufre de un cáncer de mandíbula terminal. Lleva casi un año alimentándose a través de un tubo gástrico.

De Locht lo saluda y le pregunta si ha tenido un cambio de parecer.

«No hay peligro (de un cambio de opinión)», responde Michel con voz ronca y afónica.

Dice que después de consultar con el médico en Bruselas por primera vez sintió como si le hubieran quitado el peso que sentía sobre los hombros. «Me transformó. Pensé que finalmente había una salida».

Su dolor es tan insoportable que llegó a contemplar el suicidio pero que no tomó el fatídico paso porque dijo querer irse «con dignidad».

Para su esposa Isabelle ha sido difícil aceptarlo y siente que sería mejor esperar.

«Al puro principio me dijo: «Lucharé hasta el final, haré todo el intento de mejorar»», comenta Isabelle, pero reconoce que ninguno de los intensos tratamientos a los que se sometió funcionó. «Así que se ha dado por vencido».

«El momento ha llegado para él que termine su vida, porque ya no es más su vida», indica con resignación. «Me dice: «Me siento como un perro atado». Es un tanto inhumano».

Michel está satisfecho de haber puesto todo en orden para su familia antes de irse. »No es el cáncer quien me lleva, soy yo quien decide».

A las 10 de la mañana del 23 de abril, después de pasar la noche en vela con sus esposa e hijos, Michel murió en paz.

Fue un momento de recogimiento para el doctor De Locht. «Las lágrimas de su esposa y dos hijos son una imagen que perdurará conmigo unos días. Realmente me impacta ahora».


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