Javier Pérez de Cuéllar, secretario general de la ONU, reunido con Saddam Hussein, presidente de Iraq, durante el conflicto de ese país con Irán en 1988

En agosto de 1988, Javier Pérez de Cuéllar, entonces secretario general de la ONU, anunciaba al mundo que Irán e Irak finalmente aceptaban el cese a las hostilidades entre ambos países e iniciaban un largo proceso de negociaciones de paz, que llevaría a la liberación de prisioneros de guerra. La resolución adoptada por el Consejo de Seguridad estipulaba un cese al fuego y todas las actividades militares por tierra, mar o aire, la retirada hasta las fronteras internacionalmente reconocidas, así como el envío de observadores de la ONU para la verificación del alto el fuego.

Ambos países estaban en guerra desde hacía ocho años y ambas partes sabían que no lograrían la victoria. Desgastados, empobrecidos, con alrededor de un millón de muertos repartidos entre ambos bandos, más de 2 millones de heridos, con economías devastadas y un desempleo desbordado, sus líderes habían insistido por años, sin embrago, en prolongar la guerra para así consolidar y aumentar la concentración de poder en sus manos, a través de la cohesión interna frente a un enemigo al que había que vencer.

Por otra parte, el conflicto había ocasionado daños severos en la producción y distribución de petróleo, impactando seriamente en los precios del crudo. Los países que habían estado apoyando a una u otra  parte (o a ambas) con el suministro y venta de armamento de manera abierta o encubierta, con financiamiento, o con apoyo y asesoría en el propio campo de batalla, incurrían en mayores gastos en una apuesta que no les traería los beneficios esperados en sus inicios, y que, por el contrario, los exponía a una crisis económica mundial producto de los ataques a objetivos petroleros. Aunado con ello, a pesar de que las potencias lograron mantener la guerra localizada, crecían las probabilidades de nuevos ataques terroristas a su población civil por parte de Irán.

Las causas que le permitían a Saddam Hussein justificar aquella invasión a Irán parecen recordarnos la invasión a Ucrania, pues se origina en la pretensión por parte de Bagdad de recuperar territorios fronterizos que habían quedado del lado iraní con la desaparición del Imperio Otomano y que le habían sido definitivamente asignadas a través del tratado de Argel del año 75. Y aunque en ese caso, Estados Unidos apoyaba al agresor (aunque también suministró armas a Irán), las dinámicas, alianzas, oportunismos, y el surgimiento de facciones internas de aquellos que se oponían a un régimen o al otro, parecen repetirse una vez más.

En aquel entonces, el Consejo de Seguridad tardó una semana en ordenar el cese del uso de la fuerza, aunque evitó condenar abiertamente a Irak. En el actual conflicto, el Consejo de Seguridad no ha podido adoptar una resolución ordenando el cese de la guerra porque Rusia, con su capacidad de veto y acompañado de aliados más que circunstanciales, lo ha impedido y seguirá haciéndolo.

Sorprende leer los archivos de la época que hablan de la dejadez de las Naciones Unidas en reconocer a tiempo el peligro de la situación y tratar de evitar el conflicto. De la misma manera, vemos hoy en día la reticencia de la organización a señalar y condenar el expansionismo ruso del que hemos sido testigos durante años. Parece que todo este tiempo no ha servido para que los miembros de la ONU permitan que ésta actúe de acuerdo con los propios requerimientos de su carta fundacional para establecer responsabilidades apenas se evidencien. En aquel entonces, como ahora, cobraron mayor relevancia las discusiones semánticas, las posiciones tibias, y los intereses económicos de algunos actores. La historia reseña la venta de equipos de artillería pesada, aviones de combate y armas por parte de distintas potencias mundiales y regionales. También de armas químicas, explícitamente prohibidas por la Convención de Ginebra de 1925. Por eso, es necesario no perder de vista que cuando un jefe de Estado, o de gobierno, o de un bloque de países, o un ministro o un secretario de Estado visita a uno de los países en conflicto, no sólo lo guía el imperativo de manifestar apoyo político o el de explorar rutas para retornar al diálogo y la diplomacia.

La labor de Pérez de Cuéllar viajando incansablemente entre Teherán, Nueva York, Bagdad y Ginebra logró finalmente una muy frágil paz, pero no mucho más. La pretendida reasignación limítrofe de las fronteras entre ambos países, quedó por fuera, al igual que las reparaciones o resarcimientos. Pérez de Cuéllar tampoco pudo impedir un reacomodo en el balance de poder de la región, toda vez que Irán se consolidó como una teocracia expansionista y Saddam Hussein salió fortalecido a pesar del empobrecimiento de su país y el enorme endeudamiento en que se encontraba, lo cual le dio patente de corso para recurrir poco después al uso de armas químicas contra nuevos enemigos.

Además del costo en vidas y los daños físicos y psicológicos a la población de estos dos países, las consecuencias de la guerra de Irak contra Irán extendieron una larga sombra sobre el Medio Oriente, pero también sobre Europa y Estados Unidos, y en general, sobre todos los sistemas democráticos. La intervención de la URSS y los países de Occidente contribuyeron en definitiva a un mayor debilitamiento de la ONU (que sólo actúa hasta donde se lo permiten sus propios miembros), así como al crecimiento del sentimiento antiamericano, antioccidental, y el surgimiento de lo que hoy conocemos como el extremismo islámico.

Por eso, en vez de seguir vaciando de contenido a la organización que nació en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial para garantizar la paz y la seguridad mundial, Occidente debería reasignarle el verdadero papel para el cual fue creado, en procura de evitar el prolongamiento de la guerra contra Ucrania, como tantas otras guerras abiertas o híbridas. Esto no sería sino “enlightened self-interest”, como dicen los anglosajones para expresar el interés individual orientado a servir el bien común.


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